9/02/2018, 00:02
El gran maestro los miró a todos con sus ojos de color verde hoja, profundos y serenos. Se tomó su tiempo, escudriñando a conciencia los rostros de aquellos que querían ser, al menos por un breve periodo de tiempo, sus alumnos. Parecía que les estuviera midiendo con la mirada, tomándoles el pulso a ver si estaban hechos de la pasta que se requería. Luego dio otra pipada a su artilugio y expulsó el humo con lentitud, saboreando el característico regusto del tabaco natural.
—Os doy la bienvenida a todos, jóvenes —dijo finalmente, con una ligera inclinación de cabeza—. Este edificio que tengo detrás mía —se giró levemente para abarcarlo con el arco que trazaba su brazo libre— es donde ustedes residirán durante estos días. En la primera planta encontrarán sus habitaciones, con sus nombres ya escritos en el casillero junto a la puerta —miró a Mogura—. En su caso, Mogura-san, podrá tomar la de Hidehisa-san.
»Ahora si son tan amables, vayan a dejar sus bolsos y acomódense. El viaje debe haber sido largo. En las habitaciones encontrarán todo lo necesario, y en la sala principal se sirve el almuerzo exactamente a las doce y media.
El anciano alzó la vista y los muchachos se percataron, entonces, de que sobre la fachada del edificio residencial había un reloj que marcaba las doce y algo más en ese momento.
—Es decir, dentro de veinte minutos.
Hisui-sensei fumó otra vez y cruzó ambos brazos a la espalda.
—Después del almuerzo les espero en el Dojo. Es ese edificio que está junto a la entrada Este —añadió, desviando la mirada hacia el enorme dojo cubierto de tejas de color jade—. Exactamente a la una y media. No lleguen tarde.
Y con esas, el anciano se dio media vuelta y echó a andar en dirección al dojo.
Si los muchachos seguían las instrucciones de Hisui-sensei encontrarían, no sólo la disposición del edificio residencial y las habitaciones descrita anteriormente, sino que además en la sala común los trabajadores del Dojo habían dispuesto varias mesas con sus sillas correspondientes. Cada asiento disponía de un servicio completo colocado frente a sí; palillos, una servilleta de tela y una taza de madera.
A las doce y media exactamente, varios hombres y mujeres vestidos enteramente con kimonos blancos ribeteados de hilo color verde agua entrarían por una puerta doble —que debía dar a las cocinas— y empezarían a poner sobre la mesa enormes bandejas de comida. Fundamentalmente pescado y verduras, pero también algo de carne y un cuenco de arroz frente a cada silla. Pondrían, además, varias jarras con agua fría, zumo de frutas y té verde.
—Os doy la bienvenida a todos, jóvenes —dijo finalmente, con una ligera inclinación de cabeza—. Este edificio que tengo detrás mía —se giró levemente para abarcarlo con el arco que trazaba su brazo libre— es donde ustedes residirán durante estos días. En la primera planta encontrarán sus habitaciones, con sus nombres ya escritos en el casillero junto a la puerta —miró a Mogura—. En su caso, Mogura-san, podrá tomar la de Hidehisa-san.
»Ahora si son tan amables, vayan a dejar sus bolsos y acomódense. El viaje debe haber sido largo. En las habitaciones encontrarán todo lo necesario, y en la sala principal se sirve el almuerzo exactamente a las doce y media.
El anciano alzó la vista y los muchachos se percataron, entonces, de que sobre la fachada del edificio residencial había un reloj que marcaba las doce y algo más en ese momento.
—Es decir, dentro de veinte minutos.
Hisui-sensei fumó otra vez y cruzó ambos brazos a la espalda.
—Después del almuerzo les espero en el Dojo. Es ese edificio que está junto a la entrada Este —añadió, desviando la mirada hacia el enorme dojo cubierto de tejas de color jade—. Exactamente a la una y media. No lleguen tarde.
Y con esas, el anciano se dio media vuelta y echó a andar en dirección al dojo.
Si los muchachos seguían las instrucciones de Hisui-sensei encontrarían, no sólo la disposición del edificio residencial y las habitaciones descrita anteriormente, sino que además en la sala común los trabajadores del Dojo habían dispuesto varias mesas con sus sillas correspondientes. Cada asiento disponía de un servicio completo colocado frente a sí; palillos, una servilleta de tela y una taza de madera.
A las doce y media exactamente, varios hombres y mujeres vestidos enteramente con kimonos blancos ribeteados de hilo color verde agua entrarían por una puerta doble —que debía dar a las cocinas— y empezarían a poner sobre la mesa enormes bandejas de comida. Fundamentalmente pescado y verduras, pero también algo de carne y un cuenco de arroz frente a cada silla. Pondrían, además, varias jarras con agua fría, zumo de frutas y té verde.