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Otoño-Invierno de 221

Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
La flecha trazo una perfecta parábola, golpeando con inesperada precisión una vasija cercana al Seltkalt. La fina cerámica se resquebrajo, regando el contenido por el suelo y uniéndolo con la mescla acuosa en donde estaba atrapado el pálido cuerpo. En aquel instante, el enemigo pudo percibir una mescla de olores que, sin lugar a dudas, pertenecían a multitud de compuestos inflamables; en aquel instante sintió el verdadero terror, al ver como la débil llama de la flecha comenzó a crecer y a esparcirse, al saberse atrapado en una trampa que pronto prometía convertirse en un infierno ardiente.

Desde el exterior, los “aliados” observaron, tensos, como del ático comenzaban a emerger nubes de humo oscuro; cada vez más densas, cada vez más grandes.

«¿Planea atraparlo en un incendio? ¿Será eso suficiente?» se atrevió a preguntarse a sí mismo el peliblanco, aunque si había una respuesta, él no quería que se la dijesen.

El humo comenzó a dar paso a las llamas, grandes y danzantes; y las llamas dieron paso a explosiones, agresivas y retumbantes. Producto de todas las sustancias inflamables que allí yacían, el ático se había convertido en un colorido infierno: El negro insondable del humo y el rojo, naranja, amarillo del fuego.

La victoria parecía estar completa cuando la cabaña entera se encontraba ataviada por un vestido de flamas.

Esto aún no ha terminado —declaro el anciano, matando cualquier ilusión que pudiese asomarse en los rostros de sus aliados—, un simple incendio no bastara para matar a un guerrero como aquel.

Y como si sus palabras fuesen certeras sentencias, el crujido de las llamas devorando el roble se detuvo completamente. El fuego desapareció del todo y desde la casa les llego una honda de choque formada por un aire frio y denso. Ahora solo se podía escuchar el sonido aullante de una ventisca y el entrechocar cristalino del hielo formándose a gran velocidad. Tanto en la parte alta, como en las paredes y alrededores comenzaron a manifestarse multitud de pilares helados.

Ha… ha congelado un incendio como ese —gimoteo la asistente, mientras caía de rodillas.

¡Y esa ha de ser su perdición! —proclamo el anciano.

De pronto, como si en las profundidades de la casa despertase un volcán, el ático estallo en llamas, creando una honda de choque que duplicaba la fuerza de la creada por el Seltkalt. Una enorme columna de fuego azul se alzaba desde la casa, cálida y difícil de observar fijamente. El azul dio paso al blanco y la temperatura aumento de manera demencial: las llamas eran tan brillantes que era imposible verlas aunque fuese por un instante, y el calor eran tan brutal que toda la nieve y el hielo —¡incluso donde ellos estaban!— se derritió y evaporo rápidamente. La tierra quedo desnuda rápidamente, mientras ellos trataban de soportar las cercanías con aquel infierno. La estructura de la casa comenzó a desintegrarse tan rápidamente que ni quiera produjo más humo. Si aquellas condiciones calóricas eran casi insoportables para los genin, obviamente fueron demasiado para Sepayauitl que cayo inconsciente debido al golpe de calor.

Aquel fuego era como un sol en la tierra, ardiendo con tanta intensidad y bravura que consumió la casa hasta sus cimientos y más allá: ya no había edificio, sino un pequeño e infernal poso de magma.

Para cuando aquella demostración ígnea termino, el ambiente a su alrededor se había transformado completamente: la tierra desnuda ni siquiera yacía húmeda por la nieve derretida, pues el agua también se había evaporado. El área se había secado tanto que el Hakagurē se sentía deshidratado, con la piel tensa, los labios resecos y el cabello como si fuese yesca.

Se acabó —sentencio el anciano, quien seguía de firme pese a todo lo ocurrido y experimentado—. Todo lo que queda de mi oficina y del enemigo es un cráter humeante.

Con aquello dicho Kōtetsu dejo de resistir, entregándose con plenitud a las manos del sueño, un sueño cálido e irresistible.
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RE: La muerte es blanca y tiene los ojos azules - por Hanamura Kazuma - 11/02/2018, 21:25


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