16/02/2018, 02:35
El anciano observo a ambos jóvenes con cierto grado de resignación, concediéndoles su justa parte de razón. Sin embargo, pese a su desagrado, sus únicas opciones eran seguirles y tratar de sobrevivir o quedarse allí y esperar a que el enemigo viniese por ellos…
Se hizo el silencio de palabras, y de nuevo impero el constante resoplar del viento.
—Está todo muy solo, ¿qué ha pasado con los muertos vivientes que nos tenían rodeados? —se atrevió a preguntar Kōtetsu, mirando al Sarutobi.
—Si ha quedado suficiente chakra dentro de ellos, estarán vagando sin rumbo; si quedaron vacíos, simplemente se desplomaran.
—Saber, otros llamar, posible atender llamado —objeto la pálida fémina.
En otras palabras más cercanas a la comprensión de los genin, los cadáveres podían volver a entrar en frenética actividad si eran alcanzados por los comandos de algún otro que pudiese manipularlos. Y aquello resultaba peligroso: si uno de los guerreros restantes percibía aquella cantidad de cadáveres erráticos, sin duda sospecharía de que algo había ocurrido con uno de sus camaradas.
El camino se antojaba difícil y peligroso; pero si aquellos que no podían combatir se encontraban sin alternativas, la situación no era mucho mejor para quienes si podían.
Quizás, al margen de todo aquello, era la joven y bien intencionada Sepayauitl la única que no tenía ninguna salida: podía ser que aquellos jóvenes llegasen al hotel, rescataran a sus seres queridos y se marchasen para jamás volver, indiferentes a lo que pudiese suceder tras de ellos. Pero, ¿ella que haría? Ella tendría que quedarse y ver como el ancestral conflicto terminaba en una masacre. Lo cierto era que en su corazón entendía que la única salida correcta era la paz. Si ganaban los foráneos su pueblo terminaría reducido a cenizas junto a la terrible hoguera que se mantenía encendida por el odio de los Sarutobi; y si ganaban los suyos, se harían dueños de una pintura de guerra a base de sangre que jamás se borraría de su historia. Incluso el mero hecho de recurrir al arte de contralar a los muertos era una perversión de sus dones naturales… Aquella era una situación en donde nadie ganaba.
—El hotel quedaba en esa dirección —aseguro el peliblanco, señalando hacia la densa niebla.
Sintió una punzada cruzando su corazón al girarse y ver a aquel grupo que, de una u otra forma, eran nativos. Casi creía que era una injusticia el que la vida les deparara un destino tan terrible e inevitable; pero el recuerdo de saber que fueron sus propias decisiones —la codicia de algunos y la inocencia de otros— las que dieron forma al tiempo presente, hizo que su ser se endureciera y distanciara un poco, convirtiendo a su musculo cardiaco en solo eso, un musculo, y no tanto un receptáculo de eventos emotivos.
—Pongámonos en marcha —pidió, con voz clara, fría y serena.
Se hizo el silencio de palabras, y de nuevo impero el constante resoplar del viento.
—Está todo muy solo, ¿qué ha pasado con los muertos vivientes que nos tenían rodeados? —se atrevió a preguntar Kōtetsu, mirando al Sarutobi.
—Si ha quedado suficiente chakra dentro de ellos, estarán vagando sin rumbo; si quedaron vacíos, simplemente se desplomaran.
—Saber, otros llamar, posible atender llamado —objeto la pálida fémina.
En otras palabras más cercanas a la comprensión de los genin, los cadáveres podían volver a entrar en frenética actividad si eran alcanzados por los comandos de algún otro que pudiese manipularlos. Y aquello resultaba peligroso: si uno de los guerreros restantes percibía aquella cantidad de cadáveres erráticos, sin duda sospecharía de que algo había ocurrido con uno de sus camaradas.
El camino se antojaba difícil y peligroso; pero si aquellos que no podían combatir se encontraban sin alternativas, la situación no era mucho mejor para quienes si podían.
Quizás, al margen de todo aquello, era la joven y bien intencionada Sepayauitl la única que no tenía ninguna salida: podía ser que aquellos jóvenes llegasen al hotel, rescataran a sus seres queridos y se marchasen para jamás volver, indiferentes a lo que pudiese suceder tras de ellos. Pero, ¿ella que haría? Ella tendría que quedarse y ver como el ancestral conflicto terminaba en una masacre. Lo cierto era que en su corazón entendía que la única salida correcta era la paz. Si ganaban los foráneos su pueblo terminaría reducido a cenizas junto a la terrible hoguera que se mantenía encendida por el odio de los Sarutobi; y si ganaban los suyos, se harían dueños de una pintura de guerra a base de sangre que jamás se borraría de su historia. Incluso el mero hecho de recurrir al arte de contralar a los muertos era una perversión de sus dones naturales… Aquella era una situación en donde nadie ganaba.
—El hotel quedaba en esa dirección —aseguro el peliblanco, señalando hacia la densa niebla.
Sintió una punzada cruzando su corazón al girarse y ver a aquel grupo que, de una u otra forma, eran nativos. Casi creía que era una injusticia el que la vida les deparara un destino tan terrible e inevitable; pero el recuerdo de saber que fueron sus propias decisiones —la codicia de algunos y la inocencia de otros— las que dieron forma al tiempo presente, hizo que su ser se endureciera y distanciara un poco, convirtiendo a su musculo cardiaco en solo eso, un musculo, y no tanto un receptáculo de eventos emotivos.
—Pongámonos en marcha —pidió, con voz clara, fría y serena.