24/02/2018, 16:30
Comenzaron a caminar, sumergiéndose en la blancura de aquella niebla. Debían de mantenerse unos cerca de otros, pues era poco lo que se podía ver más allá de unas cuantas zancadas de distancia. Era difícil, sobre todo para aquellos foráneos, el orientarse en aquel blancor cuyo movimiento incesante resultaba tan confuso. Ahora, a Kōtetsu, no le resultaban extrañas aquellas advertencias sobre el cuidado que debía de tener durante las tormentas de nieve, que todo lo confundían y ocultaban. Aunque… aquella tormenta en particular se comportaba de un modo extraño: no eran vientos salvajes, era más como una enorme masa de copos de nieve que flotaban y revoloteaban sobre el pueblo, como una neblina donde la humedad se habia congelado.
—¡Por allí! —dijo el anciano, señalándoles el camino hacia un callejón cercano, casi invisible.
Ambos genin debieron de sentirse afortunados de que el sabio y la jovencita les acompañasen: para el Sarutobi era cosa normal el orientarse dentro de una tormenta, una habilidad que los años no habían podido oxidar. Y para la Seltkalt resultaba sumamente fácil el moverse, pues aquel era su medio ambiente natural; incluso podía vérsele sumamente cómoda.
—Eres buena en esto, Sepayauitl —aseguro, mientras se movían entre los viejos edificios.
—Normal, ser naturaleza de hogar —dijo con sencillez—. Pueblo, cubierto por nieve, ocultar a malos ojos.
El peliblanco estuvo a punto de preguntar sobre aquello, pero un rápido chillido de la nativa les detuvo. El anciano, como si comprendiera de qué se trataba los apresuro hacia un callejón, haciendo señas en total silencio. La malhumorada (ahora asustada) asistente destrabo la puerta de una casa e insistió en que todos pasaran y se quedasen en absoluto silencio.
Los segundos transcurrieron en medio de la oscuridad. Todos se mantuvieron quietos y a la expectativa mientras que, por el frente de la abandonada casa, se paseó lo que, por el gran sonido de pisadas, debió de ser un numeroso grupo de no muertos marchando en búsqueda de enemigos.
Puede que siguiesen de largo, pero tendrían que esperar un tiempo, para estar seguros.
—¡Por allí! —dijo el anciano, señalándoles el camino hacia un callejón cercano, casi invisible.
Ambos genin debieron de sentirse afortunados de que el sabio y la jovencita les acompañasen: para el Sarutobi era cosa normal el orientarse dentro de una tormenta, una habilidad que los años no habían podido oxidar. Y para la Seltkalt resultaba sumamente fácil el moverse, pues aquel era su medio ambiente natural; incluso podía vérsele sumamente cómoda.
—Eres buena en esto, Sepayauitl —aseguro, mientras se movían entre los viejos edificios.
—Normal, ser naturaleza de hogar —dijo con sencillez—. Pueblo, cubierto por nieve, ocultar a malos ojos.
El peliblanco estuvo a punto de preguntar sobre aquello, pero un rápido chillido de la nativa les detuvo. El anciano, como si comprendiera de qué se trataba los apresuro hacia un callejón, haciendo señas en total silencio. La malhumorada (ahora asustada) asistente destrabo la puerta de una casa e insistió en que todos pasaran y se quedasen en absoluto silencio.
Los segundos transcurrieron en medio de la oscuridad. Todos se mantuvieron quietos y a la expectativa mientras que, por el frente de la abandonada casa, se paseó lo que, por el gran sonido de pisadas, debió de ser un numeroso grupo de no muertos marchando en búsqueda de enemigos.
Puede que siguiesen de largo, pero tendrían que esperar un tiempo, para estar seguros.