26/02/2018, 23:43
(Última modificación: 5/04/2018, 21:03 por Aotsuki Ayame.)
Tane-Shigai se alzaba imponente, perfectamente sincronizada con el corazón del bosque del País de los Bosques. Aquella ciudad no era ninguna intrusa en aquel paraje natural; mas bien al contrario, era un órgano más de su cuerpo. Los edificios, las casas, todo estaba construido a partir de los troncos y sobre las frondosas copas de los enormes árboles que se alzaban tratando de alcanzar el cielo con sus ramas y sumiendo a todo el lugar en una suave penumbra. Abajo, en el suelo, pocas eran las plantas que habían logrado sobrevivir a la soberanía de los árboles, por los que las calles de la ciudad se abrían sin ningún tipo de dificultad. Y en el centro de aquella aglomeración, el Palacio del Señor Feudal destacaba como el más opulento de todos: con la forma de una enorme burbuja de paredes translúcidas a través de las que se podía atisbar el fulgor del baile del fuego que iluminaba su interior.
Ayame jamás había visto nada igual. Ella, que había nacido y crecido en una ciudad donde no dejaba nunca de llover y en la que sólo había rascacielos de metal y hormigón y luces de neón allá donde mirara, se veía ahora maravillada por la magnificiencia de la naturaleza en comunión con la mano del ser humano.
—Esto es... ¡increíble! —exclamó, absorta ante tanta belleza, cuando una bandada de pájaros coloridos pasaron por encima de su cabeza para perderse en el follaje más cercano.
Después de haber subido unas largas escaleras talladas en el mismo tronco de un árbol tan grande como uno de los rascacielos de Amegakure, Ayame había echado a andar entre las diferentes casas y ahora se encontraba sobre uno de los puentes colgantes que actuaba a modo de calle, uniendo dos árboles diferentes. Se atrevió a asomarse por encima de las cuerdas de seguridad, pero se aseguró de agarrarse bien fuerte. La caída era enorme, y el suelo quedaba difuminado por una suave neblina.
«Espero que no tengan muchos accidentes en este sitio...»
Se llevó a los labios el vaso confeccionado con bambú y le dio un pequeño sorbo a la pajita. Ella no era una amante de las infusiones, precisamente, pero el té de flores autóctonas que había adquirido en una taberna cercana estaba delicioso.
Ayame jamás había visto nada igual. Ella, que había nacido y crecido en una ciudad donde no dejaba nunca de llover y en la que sólo había rascacielos de metal y hormigón y luces de neón allá donde mirara, se veía ahora maravillada por la magnificiencia de la naturaleza en comunión con la mano del ser humano.
—Esto es... ¡increíble! —exclamó, absorta ante tanta belleza, cuando una bandada de pájaros coloridos pasaron por encima de su cabeza para perderse en el follaje más cercano.
Después de haber subido unas largas escaleras talladas en el mismo tronco de un árbol tan grande como uno de los rascacielos de Amegakure, Ayame había echado a andar entre las diferentes casas y ahora se encontraba sobre uno de los puentes colgantes que actuaba a modo de calle, uniendo dos árboles diferentes. Se atrevió a asomarse por encima de las cuerdas de seguridad, pero se aseguró de agarrarse bien fuerte. La caída era enorme, y el suelo quedaba difuminado por una suave neblina.
«Espero que no tengan muchos accidentes en este sitio...»
Se llevó a los labios el vaso confeccionado con bambú y le dio un pequeño sorbo a la pajita. Ella no era una amante de las infusiones, precisamente, pero el té de flores autóctonas que había adquirido en una taberna cercana estaba delicioso.