2/03/2018, 17:07
Al abandonar aquella casa, su escondite temporal, encontraron que las calles y callejones se encontraban casi desoladas. En algún punto divisaron alguna pequeña patrulla de no muertos; pero como habían acordado, evitaron el conflicto. Moverse a través de los callejones resultaba sencillo para aquello cuya natividad les permitía orientarse de manera infalible.
De pronto, en la distancia, una forma oscura con puntos luminosos comenzaba a manifestarse en el horizonte y por sobre sus cabezas: el nido de cristal se alzaba como la estructura más alta y robusta de todo el pueblo, incluso lo suficiente como para que en medio de la niebla pudiese apreciarse su silueta y la luz de sus lámparas exteriores.
—¡Algo, venir! —exclamo de pronto la pálida jovencita.
En aquel instante habían tenido que salir al medio de una ancha calle, por lo que se encontraban en campo abierto…, y sin la esperanza de que la tormenta ayudase a cubrir su presencia allí.
—¡Esperen, creo que son aldeanos! —advirtió el anciano, contrarrestando la postura defensiva que todos habían tomado.
Efectivamente, se trataba de un grupo formado por una docena de aldeanos ligeramente armados con herramientas de sus oficios (poco más que palas, picos, hacha y trinchetes). En cuanto supo que les habían visto y que se acercaban hacia ellos, el Sarutobi se despojó de una de las gruesas telas que le cubrían para arrojarla sobre Sepayauitl. La muchacha comprendió, y de inmediato se cubrió lo mejor que pudo, ocultando la totalidad de sus rasgos nativos bajo el enorme y arrastrante trozo de tela. El recién llegado grupo se veía fatigado, lleno de cortaduras y lesiones por doquier, con rostros abarrotados de miedo y resignación: sin duda habían tenido una escaramuza con los no muertos y su aparente invencibilidad. Les contaron que se dirigían al edificio principal para refugiarse, que allí era a donde se supone que todos debían de dirigirse en caso de una emergencia.
—Entonces dirijámonos juntos hacia allí, ya estamos bastante cerca —propuso el peliblanco.
El recién formado grupo de sobrevivientes se puso en marcha calle abajo, alertas de cuanto pudiese emerger de la neblina. Finalmente, llegaron a la entrada del hotel, para encontrar algo que congelo cualquier ascua de esperanza que les pudiese quedar.
—Pero… ¿Por qué? —se preguntaron los aldeanos, mientras contemplaban un enorme tempano que se había formado sobre la entrada del edificio.
El joven Hakagurē tomo su espada y la esgrimió unas cuantas veces contra aquella masa helada, pero no obtuvo resultado alguno. De alguna manera era tan azul y transparente como el cristal más fino, pero resultaba dura como el mejor de los aceros forjados.
—Debemos buscar una entrada auxiliar —apresuro el Sarutobi.
Pero las cosas no iban a resultar tan sencillas…
Desde la niebla les llego el sonido de multitud de pies arrastrándose, un sonido que a aquellas alturas del día les resultaba muy familiar. Una miríada de ardientes estrella azules se encendió al otro lado del blanco velo. Los civiles se espantaron y comenzaron a buscar algún posible escape con desesperación, pero se dieron cuenta de que estaban completamente rodeados por un ejército de no muertos. Literalmente, ahora se encontraban entre la muerte y la pared.
Los genin quizás pudiesen mantener la calma durante unos minutos, pensando sobre cómo podrían enfrentar o evadir aquel grupo de autómatas decadentes...; pero pronto se darían cuenta de que en aquel lugar y en aquel momento su muerte tenia forma y color: era una muerte blanca y sus ojos eran azules: desde la niebla emergieron tres figuras pálidas y tribalmente ataviadas, terriblemente familiares a una pesadilla reciente.
—Este podría ser nuestro fin —dijo funestamente Kōtetsu, apretando los dientes mientras el trio de guerreros Seltkalt comenzaban a aproximarse.
De pronto, en la distancia, una forma oscura con puntos luminosos comenzaba a manifestarse en el horizonte y por sobre sus cabezas: el nido de cristal se alzaba como la estructura más alta y robusta de todo el pueblo, incluso lo suficiente como para que en medio de la niebla pudiese apreciarse su silueta y la luz de sus lámparas exteriores.
—¡Algo, venir! —exclamo de pronto la pálida jovencita.
En aquel instante habían tenido que salir al medio de una ancha calle, por lo que se encontraban en campo abierto…, y sin la esperanza de que la tormenta ayudase a cubrir su presencia allí.
—¡Esperen, creo que son aldeanos! —advirtió el anciano, contrarrestando la postura defensiva que todos habían tomado.
Efectivamente, se trataba de un grupo formado por una docena de aldeanos ligeramente armados con herramientas de sus oficios (poco más que palas, picos, hacha y trinchetes). En cuanto supo que les habían visto y que se acercaban hacia ellos, el Sarutobi se despojó de una de las gruesas telas que le cubrían para arrojarla sobre Sepayauitl. La muchacha comprendió, y de inmediato se cubrió lo mejor que pudo, ocultando la totalidad de sus rasgos nativos bajo el enorme y arrastrante trozo de tela. El recién llegado grupo se veía fatigado, lleno de cortaduras y lesiones por doquier, con rostros abarrotados de miedo y resignación: sin duda habían tenido una escaramuza con los no muertos y su aparente invencibilidad. Les contaron que se dirigían al edificio principal para refugiarse, que allí era a donde se supone que todos debían de dirigirse en caso de una emergencia.
—Entonces dirijámonos juntos hacia allí, ya estamos bastante cerca —propuso el peliblanco.
El recién formado grupo de sobrevivientes se puso en marcha calle abajo, alertas de cuanto pudiese emerger de la neblina. Finalmente, llegaron a la entrada del hotel, para encontrar algo que congelo cualquier ascua de esperanza que les pudiese quedar.
—Pero… ¿Por qué? —se preguntaron los aldeanos, mientras contemplaban un enorme tempano que se había formado sobre la entrada del edificio.
El joven Hakagurē tomo su espada y la esgrimió unas cuantas veces contra aquella masa helada, pero no obtuvo resultado alguno. De alguna manera era tan azul y transparente como el cristal más fino, pero resultaba dura como el mejor de los aceros forjados.
—Debemos buscar una entrada auxiliar —apresuro el Sarutobi.
Pero las cosas no iban a resultar tan sencillas…
Desde la niebla les llego el sonido de multitud de pies arrastrándose, un sonido que a aquellas alturas del día les resultaba muy familiar. Una miríada de ardientes estrella azules se encendió al otro lado del blanco velo. Los civiles se espantaron y comenzaron a buscar algún posible escape con desesperación, pero se dieron cuenta de que estaban completamente rodeados por un ejército de no muertos. Literalmente, ahora se encontraban entre la muerte y la pared.
Los genin quizás pudiesen mantener la calma durante unos minutos, pensando sobre cómo podrían enfrentar o evadir aquel grupo de autómatas decadentes...; pero pronto se darían cuenta de que en aquel lugar y en aquel momento su muerte tenia forma y color: era una muerte blanca y sus ojos eran azules: desde la niebla emergieron tres figuras pálidas y tribalmente ataviadas, terriblemente familiares a una pesadilla reciente.
—Este podría ser nuestro fin —dijo funestamente Kōtetsu, apretando los dientes mientras el trio de guerreros Seltkalt comenzaban a aproximarse.
![[Imagen: aab687219fe81b12d60db220de0dd17c.gif]](https://i.pinimg.com/originals/aa/b6/87/aab687219fe81b12d60db220de0dd17c.gif)