17/03/2018, 15:46
—Koutetsu, sabes tan bien como yo que no podremos ganar sí no tratamos de resolver lo que ocasiona esto; debemos ir contra ellos, quizá podríamos hacer que desactiven su técnica y así los aldeanos podrían intentar escapar.
El espadachín comprendía muy bien a donde querían llegar las intenciones de Keisuke, y por eso mismo le causaban tanta dificultad moral: aquel era un plan sencillo, servir de carnada para que los aldeanos pudiesen escapar… ¿hacia dónde? Además, resultaba difícil el creer que ellos dos lograrían acometer con la fuerza suficiente como para distraer a los Seltkalt, quienes a diferencia de su compañero caído no cometerían el error de confiarse. En el mejor de los casos, aquel en donde su intento de distracción funcionase, solo lograrían unos segundos de tiempo antes de ser abatidos por el enemigo… Y en el fondo era difícil decidir qué destino era peor, si ser lanceado por una estaca de hielo y pasar a ser un siervo muerto o ser destrozado en vida por cientos de cadavéricas manos.
Bastaron una instantes que se antojaron eternos para que el Hakagurē tomase su decisión: le resultaba más aceptable terminar como una mancha roja sobre la blanca nieve que pasar a ser parte de la impías filas enemigas.
—Estoy contigo, Keisuke-san…, hagámoslo.
Pero sus intenciones debieron de ser obvias para la helada trinidad de nativos, pues estos se separaron un poco entre si y se pusieron en guardia.
De entre la muchedumbre apelotonada se manifestaría un levísimo rayo de momentánea esperanza: la muchachita que les había estado acompañando se descubrió, dispuesta a dar un paso al frente.
Como si una orden antigua y lejana hubiese llegado hasta ellos, los no muertos se detuvieron al instante, controlados por una secreta ley que les impedía atacar a cualquiera de los suyos. Aquella resultaba una cláusula de seguridad para que aquellas artes profanas jamás fuesen utilizadas como arma contra sus propios creadores… Curioso observar que la muchachita, no iniciada en aquellas técnicas, desconocía semejante hecho.
Kōtetsu se quedó estático, esperando a que algo sucediese. Sepayauitl, por su parte, paso de largo entre él y su compañero; se aproximó hacia los guerreros mientras los cadáveres animados se hacían a un lado para permitirle el paso. Aquello resultaba una muestra excepcional de valor, del mismo valor que la había llevado hasta aquel pueblo y a aquellas circunstancias.
Los guerreros volvieron a juntarse uno muy cerca del otro para recibirle: sin duda reconocían de quien se trataba. Kōtetsu no se permitió el albergar demasiadas esperanzas, acaso semejante actuación podría permitirle unos segundos para descansar y pensar en su siguiente movimiento. La horda enemiga había menguado en densidad, dispersándose un poco y frenando en su aplastante avance.
Cuando la princesa y los guerreros estuvieron cara a cara, comenzó una acalorada discusión en un lenguaje demasiado antiguo como para ser entendido por los presentes. Los atacantes parecían tanto confundidos como enojados; hacían señas que solo podían ser interpretadas como portadoras de violencia, agresión, muerte… La jovencita también ejecutaba sus propias gesticulaciones, pero las suyas transmitían tranquilidad, pausa, dialogo… Mientras los segundos pasaban, se hacía evidente el que ambos lados compartían el mismo lenguaje, pero que no lograban entenderse en sus posiciones.
—Se niegan a tomar prisioneros… —dijo el Sarutobi, el único que con seguridad podía entender lo que estaban diciendo.
Al escuchar aquello, el de ojos grises le dirigió la palabra a su compañero:
—Algo me dice que las negociaciones van a fracasar… —opino, calmadamente—. Si aquello ocurre, solo nos quedaría aprovechar los instantes de distracción para arrojarnos con tu propuesta.
El espadachín comprendía muy bien a donde querían llegar las intenciones de Keisuke, y por eso mismo le causaban tanta dificultad moral: aquel era un plan sencillo, servir de carnada para que los aldeanos pudiesen escapar… ¿hacia dónde? Además, resultaba difícil el creer que ellos dos lograrían acometer con la fuerza suficiente como para distraer a los Seltkalt, quienes a diferencia de su compañero caído no cometerían el error de confiarse. En el mejor de los casos, aquel en donde su intento de distracción funcionase, solo lograrían unos segundos de tiempo antes de ser abatidos por el enemigo… Y en el fondo era difícil decidir qué destino era peor, si ser lanceado por una estaca de hielo y pasar a ser un siervo muerto o ser destrozado en vida por cientos de cadavéricas manos.
Bastaron una instantes que se antojaron eternos para que el Hakagurē tomase su decisión: le resultaba más aceptable terminar como una mancha roja sobre la blanca nieve que pasar a ser parte de la impías filas enemigas.
—Estoy contigo, Keisuke-san…, hagámoslo.
Pero sus intenciones debieron de ser obvias para la helada trinidad de nativos, pues estos se separaron un poco entre si y se pusieron en guardia.
De entre la muchedumbre apelotonada se manifestaría un levísimo rayo de momentánea esperanza: la muchachita que les había estado acompañando se descubrió, dispuesta a dar un paso al frente.
Como si una orden antigua y lejana hubiese llegado hasta ellos, los no muertos se detuvieron al instante, controlados por una secreta ley que les impedía atacar a cualquiera de los suyos. Aquella resultaba una cláusula de seguridad para que aquellas artes profanas jamás fuesen utilizadas como arma contra sus propios creadores… Curioso observar que la muchachita, no iniciada en aquellas técnicas, desconocía semejante hecho.
Kōtetsu se quedó estático, esperando a que algo sucediese. Sepayauitl, por su parte, paso de largo entre él y su compañero; se aproximó hacia los guerreros mientras los cadáveres animados se hacían a un lado para permitirle el paso. Aquello resultaba una muestra excepcional de valor, del mismo valor que la había llevado hasta aquel pueblo y a aquellas circunstancias.
Los guerreros volvieron a juntarse uno muy cerca del otro para recibirle: sin duda reconocían de quien se trataba. Kōtetsu no se permitió el albergar demasiadas esperanzas, acaso semejante actuación podría permitirle unos segundos para descansar y pensar en su siguiente movimiento. La horda enemiga había menguado en densidad, dispersándose un poco y frenando en su aplastante avance.
Cuando la princesa y los guerreros estuvieron cara a cara, comenzó una acalorada discusión en un lenguaje demasiado antiguo como para ser entendido por los presentes. Los atacantes parecían tanto confundidos como enojados; hacían señas que solo podían ser interpretadas como portadoras de violencia, agresión, muerte… La jovencita también ejecutaba sus propias gesticulaciones, pero las suyas transmitían tranquilidad, pausa, dialogo… Mientras los segundos pasaban, se hacía evidente el que ambos lados compartían el mismo lenguaje, pero que no lograban entenderse en sus posiciones.
—Se niegan a tomar prisioneros… —dijo el Sarutobi, el único que con seguridad podía entender lo que estaban diciendo.
Al escuchar aquello, el de ojos grises le dirigió la palabra a su compañero:
—Algo me dice que las negociaciones van a fracasar… —opino, calmadamente—. Si aquello ocurre, solo nos quedaría aprovechar los instantes de distracción para arrojarnos con tu propuesta.