4/04/2018, 00:43
Raiyōbi, 4 de Ascua de 218
Ya había pasado un tiempo, pero los acontecimientos que habían ocurrido en los últimos meses seguían inundando su cabeza con el zumbido de un enjambre de abejas furiosas. La misión en la que habían quedado atrapados entre las páginas del libro de Shiruuba había sido uno de los desencadenantes, pero no el único, ni mucho menos el más importante. También estaba el asunto de Uchiha Datsue y sus malditas mentiras y argucias. Pero, sobre todo, estaba el asunto del Gobi, cuya voz no había vuelto a escuchar desde su pérdida de control durante aquella fatídica noche pero al que seguía temiendo como al peor de sus monstruos.
Porque, literalmente, lo era.
Presa de la angustia, Ayame había entrenando día sí y día también, sin descanso. Sin embargo, por mucho que se esforzara nunca se veía satisfecha. El dulce sabor del éxito se convertía en ceniza en cuestión de pocos minutos, y, como si de un círculo vicioso se tratara, volvía a empezar una y otra vez.
Así había llegado hasta aquel día, en el que había decidido dar un paso más allá.
Guarecida bajo su gruesa capa de viaje, aguardaba, completamente inmóvil sobre la arena de la playa la llegada de su invitado. Sus ojos estaban fijos en algún punto inexistente del horizonte e incluso su mente estaba perdida, muy lejos de allí, mientras las olas del mar alargaban sus dedos espumosos tratando de alcanzar sus pies. Aunque nunca llegaban a hacerlo. Pese a la entrada del verano, seguía lloviendo con intensidad en las tierras del País de la Tormenta, aunque no tan fuerte como lo hacía en la propia Amegakure. Incluso se podía decir que las temperaturas eran algo mayores entonces.