4/04/2018, 22:49
El Uchiha asintió en silencio ante las afirmaciones de sus compañeros de misión. Él no tenía mucha experiencia "de campo" en temas políticos y mucho menos nobiliarios, pero sí había leído más de un libro de historia de Oonindo, y precisamente por eso era consciente de cómo solían desarrollarse aquellas disputas de sucesión; los pretendientes ponían buena cara mientras trataban de apuñalarse por la espalda, usando todo y a todos a su alcance para tirárselos a la cara a los demás contendientes hasta que sólo quedara uno en pie. «Y dicen que el oficio de shinobi es duro», pensó Akame para sus adentros con una sonrisilla.
No envidiaba la vida de las personas de sangre azul.
Sea como fuere, la conversación entre los campesinos seguía su curso.
—Ichiro-dono es el legítimo sucesor, y a bien espero que sus hermanos respeten esta ley sagrada —insistía el más mayor de los tres, un tipo que debía rondar los cuarenta pero cuyo aspecto delataba que estaba extremadamente desgastado por las largas jornadas de trabajo en los campos—. Es el mayor y el más apto para gobernar.
—¡Pero si el año pasado fue él quien sugirio a Iekatsu-sama que diera de latigazos en la Plaza de los Comerciantes a aquellos rapaces! —repuso el más joven, que era apenas dos o tres años mayor que Akame—. Ese hombre carece de compasión. Saburo-dono les habría perdonado, porque todavía conserva la frescura de la juventud.
—¿Compasión? —el hombre se agachó sobre la mesa, mirando fijamente a su interlocutor—. ¡Se llama hacer cumplir la maldita ley! Esos muchachos robaron cuatro gallinas, ¿y qué, se van a ir sin un justo castigo? Mientras nosotros nos partimos el lomo día sí y día también en los campos.
—Hmpf, en eso, Gyaku-san, te doy la razón —intervino el tercero, de edad mediana—. Pero el castigo debe ser proporcional al crimen cometido, ¡les dieron veinte latigazos a cada uno! Jirō-dono, sin embargo, propuso al señor que fueran sólo diez.
Distraídamente, Akame se volvió hacia sus compañeros de misión con una sonrisa torcida mientras sacaba un cigarrillo de uno de los bolsillos de su pantalón y se lo encendía con una cerilla de fósforo.
—Parece que cada uno apoya a uno de los tres hermanos.
No envidiaba la vida de las personas de sangre azul.
Sea como fuere, la conversación entre los campesinos seguía su curso.
—Ichiro-dono es el legítimo sucesor, y a bien espero que sus hermanos respeten esta ley sagrada —insistía el más mayor de los tres, un tipo que debía rondar los cuarenta pero cuyo aspecto delataba que estaba extremadamente desgastado por las largas jornadas de trabajo en los campos—. Es el mayor y el más apto para gobernar.
—¡Pero si el año pasado fue él quien sugirio a Iekatsu-sama que diera de latigazos en la Plaza de los Comerciantes a aquellos rapaces! —repuso el más joven, que era apenas dos o tres años mayor que Akame—. Ese hombre carece de compasión. Saburo-dono les habría perdonado, porque todavía conserva la frescura de la juventud.
—¿Compasión? —el hombre se agachó sobre la mesa, mirando fijamente a su interlocutor—. ¡Se llama hacer cumplir la maldita ley! Esos muchachos robaron cuatro gallinas, ¿y qué, se van a ir sin un justo castigo? Mientras nosotros nos partimos el lomo día sí y día también en los campos.
—Hmpf, en eso, Gyaku-san, te doy la razón —intervino el tercero, de edad mediana—. Pero el castigo debe ser proporcional al crimen cometido, ¡les dieron veinte latigazos a cada uno! Jirō-dono, sin embargo, propuso al señor que fueran sólo diez.
Distraídamente, Akame se volvió hacia sus compañeros de misión con una sonrisa torcida mientras sacaba un cigarrillo de uno de los bolsillos de su pantalón y se lo encendía con una cerilla de fósforo.
—Parece que cada uno apoya a uno de los tres hermanos.