6/04/2018, 17:28
—¿Cofaf que hafer? —preguntó Akame, extrañado, mientras al mismo tiempo trataba de masticar un jugoso trozo de salchicha ahumada—. ¿Qué cofaf que fon máf importantef que una mifión? —entonces tragó—. Más concretamente, nuestra primera misión como jōnin.
Pero Datsue ya iba camino de la habitación. Akame estaba seguro de que había oído su pregunta, pero probablemente aquella era una incógnita que el Hermano del Desierto no quería responder. «¿Qué se traerá entre manos?»
Sea como fuere, los dos jōnin estuvieron listos unos minutos después. El mayor de los Uchiha esperó al otro en la puerta de la taberna, debidamente uniformado y con todo su equipo minuciosamente colocado. También llevaba el pergamino de misión sobresaliendo del portaobjetos que colgaba de su cintura.
No era difícil encontrar el castillo de Rōkoku; mientras el resto del asentamiento estaba compuesto por precarias casas de vieja piedra o madera que parecían a punto de venirse abajo, en el extremo Norte se alzaban orgullosas las murallas grises que cercaban la fortaleza del señor local. Quizá no fuese el castillo más grande que los muchachos hubiesen visto en sus vidas, pero tan de cerca, imponía: una robusta construcción de piedra, con varios pisos, que se alzaba en mitad del valle como la costilla de un dios.
—Por Amaterasu... —dejó escapar Akame—. Viendo el estado del resto del pueblo, me lo esperaba más... Humilde.
Para acceder al área interior de las murallas —que estaban rodeadas por un profundo foso inundado de agua turbia y maloliente— había que cruzar un puente levadizo de madera. A aquellas horas de la mañana el paso estaba abierto, al menos físicamente, mientras que un par de guardias con lanzas custodiaban la entrada. Llevaban armaduras ligeras, y sobre éstas unos tabardos rojos y blancos; los colores del linaje de su señor, Toritaka Iekatsu.
—¡Alto! ¿Quién va? —exigió uno, el más alto de los dos.
Akame examinó a ambos hombres de arriba a abajo; de constitución ancha, debían ronda la treintena y exhibían pobladas barbas en sus rostros curtidos por los años de servicio. Además de sendas lanzas, llevaban una espada en el cinto.
Pero Datsue ya iba camino de la habitación. Akame estaba seguro de que había oído su pregunta, pero probablemente aquella era una incógnita que el Hermano del Desierto no quería responder. «¿Qué se traerá entre manos?»
Sea como fuere, los dos jōnin estuvieron listos unos minutos después. El mayor de los Uchiha esperó al otro en la puerta de la taberna, debidamente uniformado y con todo su equipo minuciosamente colocado. También llevaba el pergamino de misión sobresaliendo del portaobjetos que colgaba de su cintura.
No era difícil encontrar el castillo de Rōkoku; mientras el resto del asentamiento estaba compuesto por precarias casas de vieja piedra o madera que parecían a punto de venirse abajo, en el extremo Norte se alzaban orgullosas las murallas grises que cercaban la fortaleza del señor local. Quizá no fuese el castillo más grande que los muchachos hubiesen visto en sus vidas, pero tan de cerca, imponía: una robusta construcción de piedra, con varios pisos, que se alzaba en mitad del valle como la costilla de un dios.
—Por Amaterasu... —dejó escapar Akame—. Viendo el estado del resto del pueblo, me lo esperaba más... Humilde.
Para acceder al área interior de las murallas —que estaban rodeadas por un profundo foso inundado de agua turbia y maloliente— había que cruzar un puente levadizo de madera. A aquellas horas de la mañana el paso estaba abierto, al menos físicamente, mientras que un par de guardias con lanzas custodiaban la entrada. Llevaban armaduras ligeras, y sobre éstas unos tabardos rojos y blancos; los colores del linaje de su señor, Toritaka Iekatsu.
—¡Alto! ¿Quién va? —exigió uno, el más alto de los dos.
Akame examinó a ambos hombres de arriba a abajo; de constitución ancha, debían ronda la treintena y exhibían pobladas barbas en sus rostros curtidos por los años de servicio. Además de sendas lanzas, llevaban una espada en el cinto.