7/04/2018, 23:31
(Última modificación: 7/04/2018, 23:32 por Uchiha Akame.)
El guardia que había cuestionado la identidad de los dos shinobi alzó una ceja, escéptico. Akame se apresuró a sacar el pergamino de misión que les acreditaba debidamente, pero antes de que pudiera desenrollarlo para mostrárselo al soldado, éste emitió un sonoro carraspeo.
—Iekatsu-sama —corrigió, con evidente rintintín—. Pasen.
Ante la atenta mirada de ambos guardias —que, aun así, relajaron sus posturas marciales— el camino quedó abierto. «Probablemente ya les avisaron de que veníamos... Esta misión debe ser muy importante para el señor Iekatsu», reflexionó Akame. Luego, sin más, cruzó el puente levadizo que daba acceso al interior de la fortaleza.
Si la parte exterior de Rōkoku ya contrastaba por su paupérrimo estado con las sólidas murallas que cercaban el castillo, el interior del propio recinto era incluso más chocante. Casas de piedra de apariencia mucho más acogedora que las de los simples plebeyos, un establo repleto de orgullosos corceles con aspecto de estar bien cuidados, soldados en reluciente armadura entrenando en el cuadrado o practicando el tiro con arco...
Una fortaleza digna de Iekatsu Toritaka. Akame no pudo evitar torcer los labios en un gesto de desagrado. «Un señor debería velar por su pueblo», se dijo.
Sea como fuere, tras cruzar el patio de armas y subir unas escaleras de madera, los shinobi se verían ante la enorme puerta de madera y doble hoja que daba acceso al salón principal del castillo. Sus bandanas y chalecos militares fueron suficientes para que nadie les pusiera problema para entrar... Aunque conseguir una audiencia apropiada con el señor sería otro cantar. Incluso a aquellas horas de la mañana, el salón principal estaba abarrotado de todo tipo de súbditos que buscaban ser escuchados por su señor. Allí había comerciantes, samuráis de porte orgulloso, artesanos con las manos encallecidas de tanto trabajar e incluso algunos plebeyos.
Sin embargo, lo que más llamaría la atención de Datsue sería —probablemente— la figura encorvada que ocupaba el lujoso asiento al final de la sala.
—Debe ser él —susurró Akame a su compadre, mientras intentaba abrirse paso entre la multitud—. Toritaka Iekatsu-sama.
El señor de Rōkoku era un hombre bien entrado en años, de espalda encorvada y porte débil. Era pálido y su cabello, de color gris oscuro, había empezado a caérsele por varias partes del cráneo, dejando a la vista parchetones de piel enrojecida y escamada. Sus ojos eran apenas dos linternas negras hundidas en las cuencas de su rostro, surcado de arrugas y con tan buen color como una cebolla pocha. Cuando hablaba, su voz sonaba tremendamente ausente, casi átona.
—Si no podéis probar que fue efectivamente el perro de Takeshi-san quien mató a vuestras gallinas no habrá compensación, Hyeok-san.
Uno de los dos hombres que estaban en ese momento frente a él ahogó un bufido molesto y en su lugar desarrolló una torpe reverencia.
—Gracias por vuestro tiempo, Iekatsu-sama.
Luego, ambos hicieron sendas reverencias y se retiraron. Akame aprovechó la coyuntura para adelantar a un par de comerciantes que protestaron en voz alta, hasta colocarse en las primeras filas.
Entonces la vió.
—Por los cuernos de Susano'o...
Allí estaba, junto al señor Iekatsu, susurrando palabras en su oído de tanto en tanto. Una mujer que debía rondar la treintena, de pelo largo y negro como la noche, ojos amielados que escudriñaban a su público con tranquilidad pero de forma exahustiva. Llevaba un kimono largo de seda que lucía carísimo, de tonos rosados y violetas que parecían realzar todavía más su ya cautivadora belleza.
Asahina Kunie.
—Iekatsu-sama —corrigió, con evidente rintintín—. Pasen.
Ante la atenta mirada de ambos guardias —que, aun así, relajaron sus posturas marciales— el camino quedó abierto. «Probablemente ya les avisaron de que veníamos... Esta misión debe ser muy importante para el señor Iekatsu», reflexionó Akame. Luego, sin más, cruzó el puente levadizo que daba acceso al interior de la fortaleza.
Si la parte exterior de Rōkoku ya contrastaba por su paupérrimo estado con las sólidas murallas que cercaban el castillo, el interior del propio recinto era incluso más chocante. Casas de piedra de apariencia mucho más acogedora que las de los simples plebeyos, un establo repleto de orgullosos corceles con aspecto de estar bien cuidados, soldados en reluciente armadura entrenando en el cuadrado o practicando el tiro con arco...
Una fortaleza digna de Iekatsu Toritaka. Akame no pudo evitar torcer los labios en un gesto de desagrado. «Un señor debería velar por su pueblo», se dijo.
Sea como fuere, tras cruzar el patio de armas y subir unas escaleras de madera, los shinobi se verían ante la enorme puerta de madera y doble hoja que daba acceso al salón principal del castillo. Sus bandanas y chalecos militares fueron suficientes para que nadie les pusiera problema para entrar... Aunque conseguir una audiencia apropiada con el señor sería otro cantar. Incluso a aquellas horas de la mañana, el salón principal estaba abarrotado de todo tipo de súbditos que buscaban ser escuchados por su señor. Allí había comerciantes, samuráis de porte orgulloso, artesanos con las manos encallecidas de tanto trabajar e incluso algunos plebeyos.
Sin embargo, lo que más llamaría la atención de Datsue sería —probablemente— la figura encorvada que ocupaba el lujoso asiento al final de la sala.
—Debe ser él —susurró Akame a su compadre, mientras intentaba abrirse paso entre la multitud—. Toritaka Iekatsu-sama.
El señor de Rōkoku era un hombre bien entrado en años, de espalda encorvada y porte débil. Era pálido y su cabello, de color gris oscuro, había empezado a caérsele por varias partes del cráneo, dejando a la vista parchetones de piel enrojecida y escamada. Sus ojos eran apenas dos linternas negras hundidas en las cuencas de su rostro, surcado de arrugas y con tan buen color como una cebolla pocha. Cuando hablaba, su voz sonaba tremendamente ausente, casi átona.
—Si no podéis probar que fue efectivamente el perro de Takeshi-san quien mató a vuestras gallinas no habrá compensación, Hyeok-san.
Uno de los dos hombres que estaban en ese momento frente a él ahogó un bufido molesto y en su lugar desarrolló una torpe reverencia.
—Gracias por vuestro tiempo, Iekatsu-sama.
Luego, ambos hicieron sendas reverencias y se retiraron. Akame aprovechó la coyuntura para adelantar a un par de comerciantes que protestaron en voz alta, hasta colocarse en las primeras filas.
Entonces la vió.
—Por los cuernos de Susano'o...
Allí estaba, junto al señor Iekatsu, susurrando palabras en su oído de tanto en tanto. Una mujer que debía rondar la treintena, de pelo largo y negro como la noche, ojos amielados que escudriñaban a su público con tranquilidad pero de forma exahustiva. Llevaba un kimono largo de seda que lucía carísimo, de tonos rosados y violetas que parecían realzar todavía más su ya cautivadora belleza.
Asahina Kunie.