8/04/2018, 01:18
La voz de su compadre Datsue sacó a Akame del súbito trance en el que se había visto envuelto al ver los ojos de su antigua maestra cruzarse con los suyos. Demasiadas preguntas le acosaban en su mente, y no tenía respuesta para ninguna de ellas. «¿Qué demonios hace aquí? ¿Nos estaba esperando? ¿Y por qué en este pequeño terreno? ¿Tendrá algo que ver con Tengu? ¿Cómo habrá conseguido...?»
—¿Qué ocurre, compadre?
El Uchiha sacudió la cabeza, apartando la mirada.
—Nada —respondió, lacónico—. Me he quedado traspuesto.
Pero lo cierto era que Akame no podía evitar que el nerviosismo que se estaba apoderando de él se manifestase. Sus ojos se movían, impacientes, por la estancia. Se frotaba las manos con evidente apuro, un gesto totalmente impropio de él, y sentía la necesidad de acomodarse la bandana del Remolino cada dos por tres.
Entonces un estruendo recorrió el salón principal, y una cuadrilla de soldados que vestían armadura completa y lanzas ingresó por una de las entradas laterales. Eran cuatro, cada uno dispuesto en las esquinas de un cuadrado imaginario que avanzaba en perfecta formación de sus integrantes, con una quinta figura en el medio. Cuando se plantaron frente al señor Iekatsu, los shinobi pudieron ver que el tipo que iba con ellos era alto y de complexión atlética, aunque vestía con sucios harapos y estaba visiblemente maltrecho.
Uno de los soldados que le escoltaban lo presentó como Makoto Masaru, aunque por la expresión del señor ya se intuía que conocía al susodicho. Al parecer se trataba de un prisionero muy valioso, el hijo de un noble menor que había conspirado para derrocar a los Toritaka y que había sido capturado por los hombres de Iekatsu.
—Iekatsu-sama —dijo el prisionero, haciendo una reverencia que hizo tintinear las cadenas que llevaba en muñecas y tobillos—. Mi cautiverio ha sido ya suficientemente largo. Reconozco mis crímenes y mi corazón no alberga esperanza alguna de volver junto a mi familia, pero quisiera apelar a vuestra compasión y vuestro honor en esta hora aciaga... —se irguió, e incluso encadenado y maltratado, aquel tipo tenía un innato porte regio—. Concededme la oportunidad de morir espada en mano y salvaguardar el honor que me quede.
El viejo señor alzó una ceja gris y despoblada.
—¿Y cómo así? —quiso saber, directo.
Makoto Masaru realizó otra reverencia.
—Permitidme que me bata en honorable duelo con vuestro mejor soldado. Sé de buena fe que poderosos guerreros os sirven, por lo que no contemplo la victoria... Pero así al menos podré morir como corresponde a alguien de mi linaje, y reunirme con mis ancestros.
Toritaka Iekatsu se llevó una mano, temblorosa y débil, al mentón. Pasaron unos segundos de silencio en los que parecía que, no sólo el noble preso, sino todo el salón estaba conteniendo la respiración. Finalmente el señor alzó la mano con gesto regio y se dispuso a hablar... Pero entonces la dama de pelo negro que estaba de pie junto a él se inclinó junto a su oído. Palabras que nadie más pudo oír fueron susurradas. Iekatsu bajó la mano, frunció el ceño y luego quiso saber.
—¿Se encuentran hoy aquí, entre nosotros, los shinobi de la Aldea Oculta del Remolino?
—¿Qué ocurre, compadre?
El Uchiha sacudió la cabeza, apartando la mirada.
—Nada —respondió, lacónico—. Me he quedado traspuesto.
Pero lo cierto era que Akame no podía evitar que el nerviosismo que se estaba apoderando de él se manifestase. Sus ojos se movían, impacientes, por la estancia. Se frotaba las manos con evidente apuro, un gesto totalmente impropio de él, y sentía la necesidad de acomodarse la bandana del Remolino cada dos por tres.
Entonces un estruendo recorrió el salón principal, y una cuadrilla de soldados que vestían armadura completa y lanzas ingresó por una de las entradas laterales. Eran cuatro, cada uno dispuesto en las esquinas de un cuadrado imaginario que avanzaba en perfecta formación de sus integrantes, con una quinta figura en el medio. Cuando se plantaron frente al señor Iekatsu, los shinobi pudieron ver que el tipo que iba con ellos era alto y de complexión atlética, aunque vestía con sucios harapos y estaba visiblemente maltrecho.
Uno de los soldados que le escoltaban lo presentó como Makoto Masaru, aunque por la expresión del señor ya se intuía que conocía al susodicho. Al parecer se trataba de un prisionero muy valioso, el hijo de un noble menor que había conspirado para derrocar a los Toritaka y que había sido capturado por los hombres de Iekatsu.
—Iekatsu-sama —dijo el prisionero, haciendo una reverencia que hizo tintinear las cadenas que llevaba en muñecas y tobillos—. Mi cautiverio ha sido ya suficientemente largo. Reconozco mis crímenes y mi corazón no alberga esperanza alguna de volver junto a mi familia, pero quisiera apelar a vuestra compasión y vuestro honor en esta hora aciaga... —se irguió, e incluso encadenado y maltratado, aquel tipo tenía un innato porte regio—. Concededme la oportunidad de morir espada en mano y salvaguardar el honor que me quede.
El viejo señor alzó una ceja gris y despoblada.
—¿Y cómo así? —quiso saber, directo.
Makoto Masaru realizó otra reverencia.
—Permitidme que me bata en honorable duelo con vuestro mejor soldado. Sé de buena fe que poderosos guerreros os sirven, por lo que no contemplo la victoria... Pero así al menos podré morir como corresponde a alguien de mi linaje, y reunirme con mis ancestros.
Toritaka Iekatsu se llevó una mano, temblorosa y débil, al mentón. Pasaron unos segundos de silencio en los que parecía que, no sólo el noble preso, sino todo el salón estaba conteniendo la respiración. Finalmente el señor alzó la mano con gesto regio y se dispuso a hablar... Pero entonces la dama de pelo negro que estaba de pie junto a él se inclinó junto a su oído. Palabras que nadie más pudo oír fueron susurradas. Iekatsu bajó la mano, frunció el ceño y luego quiso saber.
—¿Se encuentran hoy aquí, entre nosotros, los shinobi de la Aldea Oculta del Remolino?