13/04/2018, 16:49
(Última modificación: 13/04/2018, 19:48 por Uchiha Akame.)
Poco a poco la calma fue retornando a la sala principal del castillo de Toritaka Iekatsu. Los cuatro guardias encargados de la custodia del prisionero abandonaron el lugar a paso ligero, lanzas en ristre, y sus voces fueron apenas audibles por los que quedaron allí cuando salieron al exterior. Pese a que ninguno de los muchachos podría advertirlo en ese momento, la fortaleza se convertiría en un hormiguero de soldados yendo y viniendo, mandos voceando órdenes y partidas de búsqueda.
Allí, en el salón de audiencias, los pocos guardias que quedaban se esforzaron por tranquilizar al público hasta que por fin el orden —o, al menos, algo parecido— se reinstauró. La dama de melena negra volvía a exhibir su expresión de confianza habitual, como si en el fondo lo que había ocurrido no fuese más que un pequeño incidente y no escapara a su control. El señor Iekatsu, por su parte, parecía demasiado marchito como para dar más muestras de desagrado.
—Llamad a mis hijos —ordenó a nadie en particular, como si estuviese hablando al aire mismo.
Sin necesidad de más, uno de los guardias que quedaban en la sala se cuadró y luego abandonó la misma por la puerta principal.
«Joder, la que se ha liado en un momento... ¿Eso fue una hikaridama? Sí, sin duda. Lo que significa que fue un ninja quien ayudó a Makoto Masaru a escapar», reflexionaba Akame desde su posición.
Los muchachos habían quedado en primera fila de la multitud y, cuando el guardia volvió anunciando a viva voz a los tres hijos del señor, tuvieron que apartarse —como el resto de los peticionarios— para abrir un pasillo y permitir el paso a los muchachos. Al pasar junto a ellos, los Hermanos del Desierto podrían distinguir sus facciones con más claridad.
Primero caminaba Ichiro, el primogénito, un hombre que debía rondar la treintena, fornido y robusto. Su rostro era duro como piedra tallada, con facciones agresivas, muy ceñudo y de poblada barba. Llevaba la cabeza afeitada y sus ojos eran tan oscuros como los de su padre habían sido, antaño.
Seguidamente pasaría Jirō, el segundo hijo. Era algo más bajo que su hermano mayor y mucho más delgado, de rostro hermoso y curtido. Llevaba el pelo, castaño, recogido en una cola de caballo que le llegaba hasta casi la cintura.
El último en hacer acto de presencia fue Saburo, el hijo menor. Era joven —tendría apenas un par de años más que Akame y Datsue—, de facciones delicadas y mirada color azul oscuro, sumamente inteligente y atenta. Llevaba el pelo revuelto y corto, y una perilla incipiente adornaba su rostro.
Los tres hermanos se colocaron junto al sillón de su marchito padre tras dedicarle una ostentosa reverencia. Vestían con elaborados kimonos de la seda más preciosa que se pudiera encontrar; rojo carmín para Ichiro, verde para Jirō y azul claro para Saburo. No pasó inadvertido para los Uchiha que los tres le dedicaron miradas de desconfianza y desgrado —manifiestamente evidente en el caso de Ichiro, más disimulado en el de sus hermanos menores— a la mujer que acompañaba a Iekatsu.
—Ahora que mis queridos hijos están presentes, puedo anunciar lo que llevo largo tiempo esperando —comenzó el señor, con la mirada perdida en algún punto del techo del salón—. Como todos os habréis imaginado, la vida me abandona a pasos agigantados. Dentro de dos días marcharé de Rōkoku para no volver jamás, en dirección al mausoleo de la familia Toritaka, pues es mi deseo pasar al otro mundo junto con mis ancestros.
Hubo un murmullo generalizado entre el público, pese a que probablemente todos ya conocían o se esperaban la noticia de la próxima muerte de Iekatsu.
—Llevaré conmigo un séquito para procurarme un descanso digno y una travesía segura —Ichiro hinchó el pecho como un pavo real—. Uchiha Akame-san y Uchiha Datsue-san, shinobi de la Aldea Oculta del Remolino, serán los encargados de mi protección durante el camino.
Los cuchicheos aumentaron en intensidad y volumen, al mismo tiempo que distintas emociones se plasmaban en los rostros de los tres hijos —precedidas, todas, de la sorpresa más mayúscula—. Ichiro apretó las mandíbulas y los puños para contener su ira, Jirō se limitó a alzar una ceja y Saburo miró a su padre con evidente consternación.
«Imagino que ninguno esperaba ser excluído de este viaje», pensó Akame.
—Aquí quedarán mis tres hijos, para garantizar el buen gobierno y la seguridad de Rōkoku, pues ese es mi deseo —concluyó Iekatsu—. Ahora, marchad en paz.
La multitud empezó a disolverse lentamente entre conversaciones, cuchicheos, susurros y demases. Akame se quedó en el sitio, y sólo lanzó una mirada a su compañero. Luego avanzó un paso y realizó una reverencia a la plana mayor de Rōkoku —el señor, sus hijos y aquella mujer—.
—Uchiha Akame, de Uzushiogakure no Sato —se presentó, aunque ya le conocían, escueto y respetuoso.
Allí, en el salón de audiencias, los pocos guardias que quedaban se esforzaron por tranquilizar al público hasta que por fin el orden —o, al menos, algo parecido— se reinstauró. La dama de melena negra volvía a exhibir su expresión de confianza habitual, como si en el fondo lo que había ocurrido no fuese más que un pequeño incidente y no escapara a su control. El señor Iekatsu, por su parte, parecía demasiado marchito como para dar más muestras de desagrado.
—Llamad a mis hijos —ordenó a nadie en particular, como si estuviese hablando al aire mismo.
Sin necesidad de más, uno de los guardias que quedaban en la sala se cuadró y luego abandonó la misma por la puerta principal.
«Joder, la que se ha liado en un momento... ¿Eso fue una hikaridama? Sí, sin duda. Lo que significa que fue un ninja quien ayudó a Makoto Masaru a escapar», reflexionaba Akame desde su posición.
Los muchachos habían quedado en primera fila de la multitud y, cuando el guardia volvió anunciando a viva voz a los tres hijos del señor, tuvieron que apartarse —como el resto de los peticionarios— para abrir un pasillo y permitir el paso a los muchachos. Al pasar junto a ellos, los Hermanos del Desierto podrían distinguir sus facciones con más claridad.
Primero caminaba Ichiro, el primogénito, un hombre que debía rondar la treintena, fornido y robusto. Su rostro era duro como piedra tallada, con facciones agresivas, muy ceñudo y de poblada barba. Llevaba la cabeza afeitada y sus ojos eran tan oscuros como los de su padre habían sido, antaño.
Seguidamente pasaría Jirō, el segundo hijo. Era algo más bajo que su hermano mayor y mucho más delgado, de rostro hermoso y curtido. Llevaba el pelo, castaño, recogido en una cola de caballo que le llegaba hasta casi la cintura.
El último en hacer acto de presencia fue Saburo, el hijo menor. Era joven —tendría apenas un par de años más que Akame y Datsue—, de facciones delicadas y mirada color azul oscuro, sumamente inteligente y atenta. Llevaba el pelo revuelto y corto, y una perilla incipiente adornaba su rostro.
Los tres hermanos se colocaron junto al sillón de su marchito padre tras dedicarle una ostentosa reverencia. Vestían con elaborados kimonos de la seda más preciosa que se pudiera encontrar; rojo carmín para Ichiro, verde para Jirō y azul claro para Saburo. No pasó inadvertido para los Uchiha que los tres le dedicaron miradas de desconfianza y desgrado —manifiestamente evidente en el caso de Ichiro, más disimulado en el de sus hermanos menores— a la mujer que acompañaba a Iekatsu.
—Ahora que mis queridos hijos están presentes, puedo anunciar lo que llevo largo tiempo esperando —comenzó el señor, con la mirada perdida en algún punto del techo del salón—. Como todos os habréis imaginado, la vida me abandona a pasos agigantados. Dentro de dos días marcharé de Rōkoku para no volver jamás, en dirección al mausoleo de la familia Toritaka, pues es mi deseo pasar al otro mundo junto con mis ancestros.
Hubo un murmullo generalizado entre el público, pese a que probablemente todos ya conocían o se esperaban la noticia de la próxima muerte de Iekatsu.
—Llevaré conmigo un séquito para procurarme un descanso digno y una travesía segura —Ichiro hinchó el pecho como un pavo real—. Uchiha Akame-san y Uchiha Datsue-san, shinobi de la Aldea Oculta del Remolino, serán los encargados de mi protección durante el camino.
Los cuchicheos aumentaron en intensidad y volumen, al mismo tiempo que distintas emociones se plasmaban en los rostros de los tres hijos —precedidas, todas, de la sorpresa más mayúscula—. Ichiro apretó las mandíbulas y los puños para contener su ira, Jirō se limitó a alzar una ceja y Saburo miró a su padre con evidente consternación.
«Imagino que ninguno esperaba ser excluído de este viaje», pensó Akame.
—Aquí quedarán mis tres hijos, para garantizar el buen gobierno y la seguridad de Rōkoku, pues ese es mi deseo —concluyó Iekatsu—. Ahora, marchad en paz.
La multitud empezó a disolverse lentamente entre conversaciones, cuchicheos, susurros y demases. Akame se quedó en el sitio, y sólo lanzó una mirada a su compañero. Luego avanzó un paso y realizó una reverencia a la plana mayor de Rōkoku —el señor, sus hijos y aquella mujer—.
—Uchiha Akame, de Uzushiogakure no Sato —se presentó, aunque ya le conocían, escueto y respetuoso.