1/05/2018, 23:08
(Última modificación: 1/05/2018, 23:10 por Aotsuki Ayame.)
—¡Ni siquiera sé dónde está La velada del trueno! —exclamaba Ayame a medio vestir, mientras correteaba como un pollo sin cabeza, de aquí para allá, por toda la habitación—. ¡No me lo dijo y ni siquiera tuve tiempo de preguntar porque desapareció! ¡Puf! ¿Qué voy a hacer?
Al otro lado de la puerta entrecerrada, Kōri, apoyado contra la pared con los brazos cruzados, lanzó un suspiro al aire.
—En el distrito comercial, Ayame. Casi al final, girando a la derecha antes de llegar al puente.
—¡Ay, gracias! ¡No sé qué haría sin ti, Kōri!
—Pues podrías haber preguntado a cualquier persona que pasara por allí, por ejemplo.
Ella, en respuesta, apenas asomó la cabeza por la puerta y le sacó la lengua con gesto burlón. Pero Kōri ni siquiera se inmutó. En ocasiones olvidaba, más de las que le gustaría admitir, que sus dos alumnos estaban saliendo juntos. Que su hermana y el hijo de su vecina estaban saliendo juntos. Nunca había sido un hermano celoso ni sobreprotector, nunca se había inmiscuido en la vida de su hermana pequeña, pero aquella circunstancia creaba una situación un tanto particular.
Fuera como fuese, Daruu era un buen chico. Y mientras no afectara a sus vidas como shinobi ni al transcurso de las misiones, estaría bien.
Cuando la puerta de La Velada del Trueno volvió a abrirse, dio paso a una figura encapuchada que entró atropelladamente entre fatigados resuellos. Pese a las indicaciones de Kōri, Ayame había girado antes de tiempo y había tardado unos valiosos diez minutos en volver a ubicarse para llegar hasta allí. Se apartó la capucha, liberando sus cabellos oscuros sobre los hombros, y después se quitó la pesada capa impermeable que había usado para no calarse hasta los huesos y la dejó en el perchero más cercano. Se había vestido con una camiseta de color azul que ceñía a su cintura con un delgado cinturón oscuro y una falda de color negro que oscilaba con un gracioso vuelo alrededor de sus piernas protegidas con medias. Había estado eligiendo el conjunto durante al menos media hora, y aún se sentía profundamente afligida por no haber sabido hacer nada con sus cabellos, que ahora caían entre delicadas ondulaciones y algún que otro tirabuzón por debajo de sus hombros, o haberse maquillado. Ella nunca lo había hecho, y dado que en su casa aparte de ella sólo vivían hombres, no había nada para poder hacerlo. ¿Pero y si a Daruu le gustaban las chicas maquilladas? ¿Y si pensaba que no se había arreglado lo suficiente?
—Buenas noches. ¿Mesa para uno? —le llamó la atención una camarera desde detrás de un mostrador, de cabellos castaños y ojos cristalinos.
—Ah, no... Vengo con...
—Oh, entonces te está esperando allí —la interrumpió, señalando unos sillones que se encontraban junto a la entrada. Y, efectivamente, en uno de ellos la esperaba Daruu, con la cabeza echada hacia atrás.
—¡Ah, gracias! —exclamó Ayame, con una ligera inclinación de cabeza, antes de acercarse al muchacho—. ¡Daruu-kun! Lo siento... me perdí un poco por el camino —llamó su atención, rascándose la nuca con gesto apurado.
Al otro lado de la puerta entrecerrada, Kōri, apoyado contra la pared con los brazos cruzados, lanzó un suspiro al aire.
—En el distrito comercial, Ayame. Casi al final, girando a la derecha antes de llegar al puente.
—¡Ay, gracias! ¡No sé qué haría sin ti, Kōri!
—Pues podrías haber preguntado a cualquier persona que pasara por allí, por ejemplo.
Ella, en respuesta, apenas asomó la cabeza por la puerta y le sacó la lengua con gesto burlón. Pero Kōri ni siquiera se inmutó. En ocasiones olvidaba, más de las que le gustaría admitir, que sus dos alumnos estaban saliendo juntos. Que su hermana y el hijo de su vecina estaban saliendo juntos. Nunca había sido un hermano celoso ni sobreprotector, nunca se había inmiscuido en la vida de su hermana pequeña, pero aquella circunstancia creaba una situación un tanto particular.
Fuera como fuese, Daruu era un buen chico. Y mientras no afectara a sus vidas como shinobi ni al transcurso de las misiones, estaría bien.
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Cuando la puerta de La Velada del Trueno volvió a abrirse, dio paso a una figura encapuchada que entró atropelladamente entre fatigados resuellos. Pese a las indicaciones de Kōri, Ayame había girado antes de tiempo y había tardado unos valiosos diez minutos en volver a ubicarse para llegar hasta allí. Se apartó la capucha, liberando sus cabellos oscuros sobre los hombros, y después se quitó la pesada capa impermeable que había usado para no calarse hasta los huesos y la dejó en el perchero más cercano. Se había vestido con una camiseta de color azul que ceñía a su cintura con un delgado cinturón oscuro y una falda de color negro que oscilaba con un gracioso vuelo alrededor de sus piernas protegidas con medias. Había estado eligiendo el conjunto durante al menos media hora, y aún se sentía profundamente afligida por no haber sabido hacer nada con sus cabellos, que ahora caían entre delicadas ondulaciones y algún que otro tirabuzón por debajo de sus hombros, o haberse maquillado. Ella nunca lo había hecho, y dado que en su casa aparte de ella sólo vivían hombres, no había nada para poder hacerlo. ¿Pero y si a Daruu le gustaban las chicas maquilladas? ¿Y si pensaba que no se había arreglado lo suficiente?
—Buenas noches. ¿Mesa para uno? —le llamó la atención una camarera desde detrás de un mostrador, de cabellos castaños y ojos cristalinos.
—Ah, no... Vengo con...
—Oh, entonces te está esperando allí —la interrumpió, señalando unos sillones que se encontraban junto a la entrada. Y, efectivamente, en uno de ellos la esperaba Daruu, con la cabeza echada hacia atrás.
—¡Ah, gracias! —exclamó Ayame, con una ligera inclinación de cabeza, antes de acercarse al muchacho—. ¡Daruu-kun! Lo siento... me perdí un poco por el camino —llamó su atención, rascándose la nuca con gesto apurado.