7/05/2018, 12:11
(Última modificación: 7/05/2018, 12:14 por Aotsuki Ayame.)
Un par de toques resonaron en la puerta de la vivienda de los Aotsuki y la familia, sentada alrededor de la mesa a la hora del desayuno, se volvió hacia ella con gesto extrañado.
—¿Esperáis a alguien? —preguntó Zetsuo y Kōri, junto a él, negó con la cabeza en silencio.
—La verdad es que no... —respondió Ayame.
—No habrás vuelto a hacer de las tuyas, ¿no, niña? —le cuestionó Zetsuo, alzando una ceja y con los ojos ligeramente entrecerrados.
—¡Claro que no! —exclamó con las mejillas encendidas, ofendida por la desconfianza de su padre. Aunque ni siquiera podía culparle, la última vez que habían tenido una visita sorpresa como aquella, Ayame había pasado tres días con sus tres noches en el calabozo de la Torre de la Arashikage por haberse colado a horas intempestivas en la Academia de Amegakure—. Voy a ver quien es —rezongó, sacudiendo la cabeza, antes de levantarse de su asiento.
Casi arrastrando los pies, y preguntándose inevitablemente qué habría hecho aquella vez, Ayame salió del comedor y enfiló el pasillo de camino a la puerta de entrada.
«Maldita sea, no te preocupes tanto. Esta vez no has hecho nada. Seguro que es Daruu-kun.» Meditó, y aún así tardó un par de segundos más en abrir.
Pero no era Daruu quien la esperaba al otro lado. Ni siquiera otro Jōnin que quisiera arrastrarla de nuevo ante la presencia de la Arashikage. Y al reconocer aquel inconfundible rostro azulado surcado por aquella sonrisa armada de dientes afilados como una sierra, la sorpresa en su rostro dio paso a la extrañeza y después pasó por una extraña mezcla que mediaba entre el recelo y cierto reproche.
—¡Kaido-san! ¿Qué haces aquí?
Y es que aquella era la primera vez que El Tiburón de Amegakure se presentaba en su casa. De hecho, desde lo que había ocurrido en la guarida de los Hōzuki, no había vuelto a entrar en contacto con él. Y ahora el sentimiento de inmenso agradecimiento por haberle salvado la vida se había visto contaminado por una oscura mancha difícil de borrar.
Y, sin embargo...
—¿Esperáis a alguien? —preguntó Zetsuo y Kōri, junto a él, negó con la cabeza en silencio.
—La verdad es que no... —respondió Ayame.
—No habrás vuelto a hacer de las tuyas, ¿no, niña? —le cuestionó Zetsuo, alzando una ceja y con los ojos ligeramente entrecerrados.
—¡Claro que no! —exclamó con las mejillas encendidas, ofendida por la desconfianza de su padre. Aunque ni siquiera podía culparle, la última vez que habían tenido una visita sorpresa como aquella, Ayame había pasado tres días con sus tres noches en el calabozo de la Torre de la Arashikage por haberse colado a horas intempestivas en la Academia de Amegakure—. Voy a ver quien es —rezongó, sacudiendo la cabeza, antes de levantarse de su asiento.
Casi arrastrando los pies, y preguntándose inevitablemente qué habría hecho aquella vez, Ayame salió del comedor y enfiló el pasillo de camino a la puerta de entrada.
«Maldita sea, no te preocupes tanto. Esta vez no has hecho nada. Seguro que es Daruu-kun.» Meditó, y aún así tardó un par de segundos más en abrir.
Pero no era Daruu quien la esperaba al otro lado. Ni siquiera otro Jōnin que quisiera arrastrarla de nuevo ante la presencia de la Arashikage. Y al reconocer aquel inconfundible rostro azulado surcado por aquella sonrisa armada de dientes afilados como una sierra, la sorpresa en su rostro dio paso a la extrañeza y después pasó por una extraña mezcla que mediaba entre el recelo y cierto reproche.
—¡Kaido-san! ¿Qué haces aquí?
Y es que aquella era la primera vez que El Tiburón de Amegakure se presentaba en su casa. De hecho, desde lo que había ocurrido en la guarida de los Hōzuki, no había vuelto a entrar en contacto con él. Y ahora el sentimiento de inmenso agradecimiento por haberle salvado la vida se había visto contaminado por una oscura mancha difícil de borrar.
Y, sin embargo...