9/05/2018, 16:41
«Por Amaterasu, menos mal que Datsue-kun no parece haber notado nada raro... Si empieza a darse cuenta de que Kunie-sensei y yo nos conocemos, voy a tener que responder demasiadas preguntas, y ninguna cómoda. Debo disimular, ¡maldita sea!»
Mientras el temor de que su compadre pudiera descubrir la relación —que para Akame era cosa del pasado— que había unido tanto a maestra y alumno atosigaba al Uchiha, la ahora convertida en dama del señor de Rōkoku parecía disfrutar de lo lindo con la situación. Diríase que incluso podría haberla propiciado. A la formal presentación de Datsue respondió con una levísima inclinación de cabeza y una sonrisa; aquella mujer despedía un aura de realeza, una imagen regia digna de emperatrices que podía eclipsar sin esfuerzo a la de cualquier otra dama que los muchachos hubieran visto en su corta vida. «Hacía demasiado tiempo que no la veía... Ya no estoy acostumbrado a ese efecto que causa en todos. Es como una Meiharu con esteroides, ¡por Susano'o!»
—En... —Akame tosió para aclararse la garganta, y la llamada Tome ensanchó su maliciosa sonrisa—. Encantado de conocerla, Akechi-dono.
Tome rió.
—¡Qué formales son ustedes, los shinobi! —entonces hizo un gesto a su guardia personal, y los fornidos guerreros abandonaron su posición de descanso—. El séquito fúnebre de Iekatsu-sama se está reuniendo en el patio de armas de la fortaleza. Si quieren, pueden caminar a mi lado hasta allí.
Akame asintió con la mirada baja y se limitó a seguir a la cohorte de acero y lustrosas armas que formaban los guardias de élite de la familia Toritaka. «Ninguno de esos hombres ha sido visto escoltando de tal forma a los hijos del señor Iekatsu... Kunie-sensei debe haberse ganado su confianza hasta tal punto», meditó el joven jōnin.
Cuando llegaron al patio de armas, toda la comitiva estaba allí reunida; en el centro un lujoso carro tirado por dos caballos de gran salud y buena envergadura, fabricado con madera lustrada y con remaches de oro y plata. Dentro, asomando de tanto en tanto una mano raquítica para saludar a sus súbditos desde la ventanilla izquierda, estaba Toritaka Iekatsu; preparado para su última travesía. La dama Tome fue escoltada por los guardias hasta los linderos del carruaje, al que subió con la delicadeza de una flor de Primavera entre los aplausos y vítores de los habitantes de la fortaleza que allí se habían congregado.
—Tanta pompa y ceremonia me pone malo... —musitó Akame a su compadre, mientras esperaba a un lado de la multitud.
Pronto los guardias que habían escoltado a Tome hasta allí empezaron a despejar el camino para el séquito; el carruaje se puso en marcha tras un chasquido de riendas del conductor, y el resto de los integrantes le siguió. Mientras pasaban junto a ellos, los muchachos podrían ver de qué estaba compuesta la comitiva.
Primero avanzaban dos guardias a caballo, ataviados con buenas armaduras y espadas de fina manufactura. Luego iba el carro donde viajaban el señor Iekatsu y su dama. Finalmente, tras ellos, no menos de una docena de sacerdotes que vestían largas túnicas blancas y negras, y llevaban incensarios humeantes en las manos. En conjunto, componían un cuadro tan solemne como siniestro... Rubricado por los dos ninjas que debían caminar tras los religiosos.
«Menuda patea nos espera... Era mucho pedir que nos dejaran montar a nosotros también, supongo» se quejó Akame para sí, aun sin decir nada. Luego se limitó a mirar a su compadre Datsue y echar a andar tras el séquito fúnebre.
Mientras el temor de que su compadre pudiera descubrir la relación —que para Akame era cosa del pasado— que había unido tanto a maestra y alumno atosigaba al Uchiha, la ahora convertida en dama del señor de Rōkoku parecía disfrutar de lo lindo con la situación. Diríase que incluso podría haberla propiciado. A la formal presentación de Datsue respondió con una levísima inclinación de cabeza y una sonrisa; aquella mujer despedía un aura de realeza, una imagen regia digna de emperatrices que podía eclipsar sin esfuerzo a la de cualquier otra dama que los muchachos hubieran visto en su corta vida. «Hacía demasiado tiempo que no la veía... Ya no estoy acostumbrado a ese efecto que causa en todos. Es como una Meiharu con esteroides, ¡por Susano'o!»
—En... —Akame tosió para aclararse la garganta, y la llamada Tome ensanchó su maliciosa sonrisa—. Encantado de conocerla, Akechi-dono.
Tome rió.
—¡Qué formales son ustedes, los shinobi! —entonces hizo un gesto a su guardia personal, y los fornidos guerreros abandonaron su posición de descanso—. El séquito fúnebre de Iekatsu-sama se está reuniendo en el patio de armas de la fortaleza. Si quieren, pueden caminar a mi lado hasta allí.
Akame asintió con la mirada baja y se limitó a seguir a la cohorte de acero y lustrosas armas que formaban los guardias de élite de la familia Toritaka. «Ninguno de esos hombres ha sido visto escoltando de tal forma a los hijos del señor Iekatsu... Kunie-sensei debe haberse ganado su confianza hasta tal punto», meditó el joven jōnin.
Cuando llegaron al patio de armas, toda la comitiva estaba allí reunida; en el centro un lujoso carro tirado por dos caballos de gran salud y buena envergadura, fabricado con madera lustrada y con remaches de oro y plata. Dentro, asomando de tanto en tanto una mano raquítica para saludar a sus súbditos desde la ventanilla izquierda, estaba Toritaka Iekatsu; preparado para su última travesía. La dama Tome fue escoltada por los guardias hasta los linderos del carruaje, al que subió con la delicadeza de una flor de Primavera entre los aplausos y vítores de los habitantes de la fortaleza que allí se habían congregado.
—Tanta pompa y ceremonia me pone malo... —musitó Akame a su compadre, mientras esperaba a un lado de la multitud.
Pronto los guardias que habían escoltado a Tome hasta allí empezaron a despejar el camino para el séquito; el carruaje se puso en marcha tras un chasquido de riendas del conductor, y el resto de los integrantes le siguió. Mientras pasaban junto a ellos, los muchachos podrían ver de qué estaba compuesta la comitiva.
Primero avanzaban dos guardias a caballo, ataviados con buenas armaduras y espadas de fina manufactura. Luego iba el carro donde viajaban el señor Iekatsu y su dama. Finalmente, tras ellos, no menos de una docena de sacerdotes que vestían largas túnicas blancas y negras, y llevaban incensarios humeantes en las manos. En conjunto, componían un cuadro tan solemne como siniestro... Rubricado por los dos ninjas que debían caminar tras los religiosos.
«Menuda patea nos espera... Era mucho pedir que nos dejaran montar a nosotros también, supongo» se quejó Akame para sí, aun sin decir nada. Luego se limitó a mirar a su compadre Datsue y echar a andar tras el séquito fúnebre.