15/05/2018, 18:58
Mientras los dos muchachos deshacían el camino andado en dirección al pequeño sendero que llevaba hasta la entrada del templo, Akame no pudo evitar fijarse en la forma tan diferente de andar que tenían. Su compadre Datsue caminaba con paso seguro, recto, con porte galante y una forma de pisar que parecía dar a entender que todo lo que alcanzaba la vista estaba bajo su dominio. Desprendía un carisma arrollador, una personalidad magnética a la que era difícil resistirse. Él, sin embargo, parecía un junco mecido por el viento; delgaducho, apaleado y siempre ligeramente encorvado. No imponía, ni daba miedo, y no solía suscitar en los demás algo mucho mejor que indiferencia o simple cordialidad.
Sacudió la cabeza. No podía distraerse con aquellos pensamientos.
Subieron por las escaleras que daban acceso al templo y atravesaron las puertas correderas de papel de arroz —abiertas de par en par en ese momento— para internarse en el santuario.
Por dentro, el edificio era tan austero como podía pensarse desde fuera. La primera sala era bastante amplia, con algunas estatuas de dioses menores repartidas en sus cuatro esquinas y una mesa alargada en el centro. El suelo era de madera y había algunas ventanas por las que se filtraba la intensa luz de medidodía.
En torno a la mesa, en el suelo, se encontraban sentados el monje que les había recibido, el señor Iekatsu y la dama Tome. Bebían té de unas parcas tazas de cerámica y conversaban en voz baja, quizás debido al respeto que le tenían a aquel lugar sagrado o simplemente porque la garganta del viejo noble no daba para más. Ni siquiera parecieron advertir la presencia de los ninjas. Entonces...
—¡Él! ¿¡Qué hace él aquí!?
El grito provino del otro extremo de la sala, donde junto al marco de una puerta corredera doble se hallaba una figura para todos conocida; era Makoto Masaru, aunque mucho más limpio, peinado y aseado. Vestía un kimono blanco distintivo de los monjes del lugar, y en su rostro se podía ver la palpable sorpresa que le había invadido al encontrarse allí a su antiguo captor.
—¡Ha venido a por mí! ¿No es cierto? ¡Decidme! —inquirió, dirigiéndose al anciano monje.
Éste le dedicó un comentario cargado de aprensión.
—Os pido que me digáis, Oonoji-sama —le corrigió, severamente, su ahora maestro—. Y no, nuestro noble invitado no ha venido aquí en busca de ti, Makoto Masaru-san, sino de nuestras bendiciones y a presentar sus respetos a los dioses que moran en este templo... Podrías aprender de su ejemplo, ahora que has decidido dedicar el resto de tus días a vestir ese kimono blanco.
El antes noble y ahora religioso, despojado de todos sus títulos y propiedades, tragó con dificultad aquella reprimenda que, en otros tiempos, le habría valido para ordenar que le dieran una buena paliza a quien osara dirigirla contra él.
—Sí, Oonoji-sama. Os pido disculpas por mis actos, he sido imprudente y descortés con vos y con nuestro invitado —respondió Masaru, inclinándose en una profunda reverencia.
Akame lo había observado todo desde el otro lado de la sala, junto a Datsue. «Estás de suerte, Masaru-san, no tendrás que soportar las regañinas de este viejo mucho más tiempo...» Luego el Uchiha miró a izquierda y derecha, tratando de identificar el lugar.
A ambos lados de la entrada se extendían sendos pasillos, que rodeaban la sala principal y probablemente daban a las estancias de los monjes, cocinas y demás habitaciones necesarias para garantizar la supervivencia de los habitantes del templo. Por pura cuestión de perspectiva, el jōnin dedujo que si seguían el pasillo y rodeaban por completo la mitad de la sala central, acabarían en el huerto trasero.
Sacudió la cabeza. No podía distraerse con aquellos pensamientos.
Subieron por las escaleras que daban acceso al templo y atravesaron las puertas correderas de papel de arroz —abiertas de par en par en ese momento— para internarse en el santuario.
Por dentro, el edificio era tan austero como podía pensarse desde fuera. La primera sala era bastante amplia, con algunas estatuas de dioses menores repartidas en sus cuatro esquinas y una mesa alargada en el centro. El suelo era de madera y había algunas ventanas por las que se filtraba la intensa luz de medidodía.
En torno a la mesa, en el suelo, se encontraban sentados el monje que les había recibido, el señor Iekatsu y la dama Tome. Bebían té de unas parcas tazas de cerámica y conversaban en voz baja, quizás debido al respeto que le tenían a aquel lugar sagrado o simplemente porque la garganta del viejo noble no daba para más. Ni siquiera parecieron advertir la presencia de los ninjas. Entonces...
—¡Él! ¿¡Qué hace él aquí!?
El grito provino del otro extremo de la sala, donde junto al marco de una puerta corredera doble se hallaba una figura para todos conocida; era Makoto Masaru, aunque mucho más limpio, peinado y aseado. Vestía un kimono blanco distintivo de los monjes del lugar, y en su rostro se podía ver la palpable sorpresa que le había invadido al encontrarse allí a su antiguo captor.
—¡Ha venido a por mí! ¿No es cierto? ¡Decidme! —inquirió, dirigiéndose al anciano monje.
Éste le dedicó un comentario cargado de aprensión.
—Os pido que me digáis, Oonoji-sama —le corrigió, severamente, su ahora maestro—. Y no, nuestro noble invitado no ha venido aquí en busca de ti, Makoto Masaru-san, sino de nuestras bendiciones y a presentar sus respetos a los dioses que moran en este templo... Podrías aprender de su ejemplo, ahora que has decidido dedicar el resto de tus días a vestir ese kimono blanco.
El antes noble y ahora religioso, despojado de todos sus títulos y propiedades, tragó con dificultad aquella reprimenda que, en otros tiempos, le habría valido para ordenar que le dieran una buena paliza a quien osara dirigirla contra él.
—Sí, Oonoji-sama. Os pido disculpas por mis actos, he sido imprudente y descortés con vos y con nuestro invitado —respondió Masaru, inclinándose en una profunda reverencia.
Akame lo había observado todo desde el otro lado de la sala, junto a Datsue. «Estás de suerte, Masaru-san, no tendrás que soportar las regañinas de este viejo mucho más tiempo...» Luego el Uchiha miró a izquierda y derecha, tratando de identificar el lugar.
A ambos lados de la entrada se extendían sendos pasillos, que rodeaban la sala principal y probablemente daban a las estancias de los monjes, cocinas y demás habitaciones necesarias para garantizar la supervivencia de los habitantes del templo. Por pura cuestión de perspectiva, el jōnin dedujo que si seguían el pasillo y rodeaban por completo la mitad de la sala central, acabarían en el huerto trasero.