19/05/2018, 19:21
El chico subió a uno de los árboles que allí se encontraban, lo mismo hizo ella.
— Por aquí, ten cuidado con las ramas flojas. Pisa siempre la más gorda que veas.
—Aye, Aye, capitán —le dijo, y pronto comenzó a correr tras él.
La verdad era que yendo de árbol en árbol no tardarían ni cinco minutos en salir del Jardín de los Cerezos, es más, comprobado, tardaron cuatro minutos y veinte segundos —los cuales Eri tropezó con una rama— en salir de aquel lugar, dejando el jolgorio de la fiesta atrás para pasar a una villa bastante tranquila, iluminada por las farolas de las calles. Recorrieron lo poco que les quedaba de tejado en tejado, en silencio, mientras disfrutaban de la noche veraniega que les acompañaba.
Tras unos minutos más, se hallaron pisando la arena blanquecina de las Playas del Remolino. Nada más llegar, Eri se quitó las sandalias que llevaba y miró a Nabi, esperando que hiciera lo mismo.
—Sabes, creo que después de todo, aunque a veces no nos entendamos —comenzó ella—, bueno, vale, aunque yo a veces no te escuche cuando hablas —corrigió—. Creo que eres la mejor persona que he conocido.
Y tras todo el revuelo de la noche, y la aceptación de sí misma porque Nabi era quien era y aunque estuviese en un principio nerviosa ya no lo estaba, le reveló lo que quería decirle desde un principio, porque merecía saberlo, y, porque, a veces, es agradable escuchar cumplidos de los demás. Por eso sonrió y le tomó la mano, tirando de él suavemente para conseguir un buen sitio para ver los fuegos artificiales.
— Por aquí, ten cuidado con las ramas flojas. Pisa siempre la más gorda que veas.
—Aye, Aye, capitán —le dijo, y pronto comenzó a correr tras él.
La verdad era que yendo de árbol en árbol no tardarían ni cinco minutos en salir del Jardín de los Cerezos, es más, comprobado, tardaron cuatro minutos y veinte segundos —los cuales Eri tropezó con una rama— en salir de aquel lugar, dejando el jolgorio de la fiesta atrás para pasar a una villa bastante tranquila, iluminada por las farolas de las calles. Recorrieron lo poco que les quedaba de tejado en tejado, en silencio, mientras disfrutaban de la noche veraniega que les acompañaba.
Tras unos minutos más, se hallaron pisando la arena blanquecina de las Playas del Remolino. Nada más llegar, Eri se quitó las sandalias que llevaba y miró a Nabi, esperando que hiciera lo mismo.
—Sabes, creo que después de todo, aunque a veces no nos entendamos —comenzó ella—, bueno, vale, aunque yo a veces no te escuche cuando hablas —corrigió—. Creo que eres la mejor persona que he conocido.
Y tras todo el revuelo de la noche, y la aceptación de sí misma porque Nabi era quien era y aunque estuviese en un principio nerviosa ya no lo estaba, le reveló lo que quería decirle desde un principio, porque merecía saberlo, y, porque, a veces, es agradable escuchar cumplidos de los demás. Por eso sonrió y le tomó la mano, tirando de él suavemente para conseguir un buen sitio para ver los fuegos artificiales.