26/05/2018, 15:20
—Esto... si, claro —respondió la araña, cerca de ella. Y, dadas las peliagudas circunstancias en las que se encontraban, Ayame ni siquiera fue consciente de lo extraño que seguía resultando que estuviera hablando con total normalidad con un arácnido—. Pero tu parece que no estás demasiado bien, kunoichi. Será mejor que te des prisa en encontrar lo que buscas.
—Lo sé —respondió, con cierta debilidad en su voz—. Por ahora estoy bien.
Pero no podía decir lo mismo de la mujer a la que estaban buscando, ni siquiera sabían si estaba viva o no. Pero Kumopansa tenía razón: el humo le resultaba cada vez más asfixiante, pese a la tela que cubría su nariz y su boca cada vez le era más difícil respirar sin romper a toser; y eso por no hablar de las cenizas que irritaban sus ojos y el calor que abrasaba su piel. Ella era el Agua, pero si seguía mucho tiempo allí... terminaría por ser evaporada.
—Espera, cállate, ¿Oyes eso? —dijo Kumopansa, y Ayame se detuvo agudizando su sentido del oído.
No tardó en escucharlo, un débil hilo de voz femenina:
—Ayud...
—¡Aguante! ¡Vamos a ayudarla! —se obligó a alzar la voz para hacerse escuchar.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo, pues un muro de llamas se alzaba entre ambos. Ayame apretó las mandíbulas, y se apartó momentáneamente la tela del rostro bajándola por su barbilla. Entonces entrelazó las manos de nuevo en tres sellos consecutivos y apuntó hacia la base del fuego, en el suelo:
—¡Suiton: Mizurappa!
Como si de un bombero se tratara, el chorro de agua a presión actuó como una manguera dispuesta a apagar las llamas o, al menos, crear el suficiente espacio como para pasar a través de ellas y rescatar a la mujer que se encontraba al otro lado.
—Lo sé —respondió, con cierta debilidad en su voz—. Por ahora estoy bien.
Pero no podía decir lo mismo de la mujer a la que estaban buscando, ni siquiera sabían si estaba viva o no. Pero Kumopansa tenía razón: el humo le resultaba cada vez más asfixiante, pese a la tela que cubría su nariz y su boca cada vez le era más difícil respirar sin romper a toser; y eso por no hablar de las cenizas que irritaban sus ojos y el calor que abrasaba su piel. Ella era el Agua, pero si seguía mucho tiempo allí... terminaría por ser evaporada.
—Espera, cállate, ¿Oyes eso? —dijo Kumopansa, y Ayame se detuvo agudizando su sentido del oído.
No tardó en escucharlo, un débil hilo de voz femenina:
—Ayud...
—¡Aguante! ¡Vamos a ayudarla! —se obligó a alzar la voz para hacerse escuchar.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo, pues un muro de llamas se alzaba entre ambos. Ayame apretó las mandíbulas, y se apartó momentáneamente la tela del rostro bajándola por su barbilla. Entonces entrelazó las manos de nuevo en tres sellos consecutivos y apuntó hacia la base del fuego, en el suelo:
—¡Suiton: Mizurappa!
Como si de un bombero se tratara, el chorro de agua a presión actuó como una manguera dispuesta a apagar las llamas o, al menos, crear el suficiente espacio como para pasar a través de ellas y rescatar a la mujer que se encontraba al otro lado.