27/05/2018, 20:49
Los muchachos abandonaron el huerto, rodeando el santuario con discreción, para volver junto al resto de la comitiva. Los portadores de incensarios ya habían descansado, y los soldados terminaban su comida entre risas, vino y chistes. Pasó un rato más —en el que Akame se dedicó a limpiar minuciosamente todas sus armas, sentado a la sombra de un árbol y con la espalda cómodamente apoyada en su tronco— antes de que el señor Iekatsu apareciese cruzando la entrada principal del templo, agarrado del brazo de la dama Tome. Ambos descendieron las escaleras y continuaron por el camino hasta llegar a su lujoso carruaje.
Al acercarse al séquito, el anciano alzó un brazo decrépito y tembloroso y enunció con voz quebrada.
—Hemos de continuar nuestro viaje ahora. Los dioses están satisfechos con nuestra devoción, y nos han bendecido con una travesía liviana, libre de peligros y sobresaltos. Vamos.
Ante la orden de su señor, todos se pusieron en marcha. Los soldados terminaron la bota de vino y se ajustaron los corrajes de sus armaduras. Luego subieron a los caballos y se colocaron en idéntica formación a como habían estado haciéndolo antes, dos delante del carro y dos detrás. Los portadores de incensarios se colocaron en fila de a dos, formando el resto de la comitiva. Cuando los ninjas se les unieron, caminando junto al carruaje, el séquito fúnebre retomó su camino.
Había caído ya la tarde, y el ambiente había pasado a ser notablemente menos caluroso. La comitiva había caminado sin descanso desde que salieran del santuario, en su travesía cruzando los densos bosques de Hi no Kuni, recorriendo los caminos de tierra que sembraban el paraje aquí y allá.
En un momento dado vieron a un grupo de figuras a un lado del camino, más adelante. Los dos soldados de élite del señor Iekatsu se adelantaron con aire suspicaz para identificar a los allí reunidos, pero al acercarse se dieron media vuelta sin mayores contemplaciones, y se limitaron a asentir a sus otros dos compañeros. Cuando el séquito pasó junto al grupo de personas, pudieron distinguir claramente de qué estaba compuesto, y también por qué los soldados de la avanzadilla no los habían juzgado como algo a tener en cuenta.
Se trataba de una docena de personas; un par de hombres jóvenes, un anciano, varias mujeres y dos infantes. Uno de ellos era un niño, mientras que la otra era una chiquilla que no llegaría a los cuatro años, y que se aferraba con fuerzas a las faldas de su madre. Todos lucían sucios, vestían con harapos y los hombres llevaban vendas en la cabeza. Uno de ellos tenía, también, el brazo derecho en cabestrillo.
El grupo parecía llevar consigo pocas pertenencias, apenas un par de morrales apulgarados y lo que fuera que les cupiese en los bolsillos. «Definitivamente, no son suficientes provisiones para un viaje, y no recuerdo que haya ningún poblado cerca de aquí», notó Akame.
—¡Mis señores! ¡Mis señores, por favor!
Una de las harapientas mujeres, que debía rondar la treintena —aunque su aspecto sucio la hacía parecer mucho más vieja— se acercó al sendero llevando a su pequeña hija de la mano. Tenía el pelo castaño y enmarañado, la cara llena de barro igual que sus ropajes desaliñados, y se intuían dos poderosos senos en su torso.
—¡Mis señores, se lo suplico! ¡Ayuden a esta pobre mujer que lo ha perdido todo!
Los soldados, desde sus altos caballos, se limitaron a dedicarle una mirada cargada de desdén mientras pasaban de largo. La mujer suplicó, pero no obtuvo respuesta —tampoco— desde el interior del lujoso carruaje. Entonces acabó por volverse hacia los ninjas, acercándose con pasos desesperados mientras tiraba de la niña.
—¡Mozos! ¡Mozos, tengan compasión! ¿Me comprarían ustedes a mi hija?
Al acercarse al séquito, el anciano alzó un brazo decrépito y tembloroso y enunció con voz quebrada.
—Hemos de continuar nuestro viaje ahora. Los dioses están satisfechos con nuestra devoción, y nos han bendecido con una travesía liviana, libre de peligros y sobresaltos. Vamos.
Ante la orden de su señor, todos se pusieron en marcha. Los soldados terminaron la bota de vino y se ajustaron los corrajes de sus armaduras. Luego subieron a los caballos y se colocaron en idéntica formación a como habían estado haciéndolo antes, dos delante del carro y dos detrás. Los portadores de incensarios se colocaron en fila de a dos, formando el resto de la comitiva. Cuando los ninjas se les unieron, caminando junto al carruaje, el séquito fúnebre retomó su camino.
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Había caído ya la tarde, y el ambiente había pasado a ser notablemente menos caluroso. La comitiva había caminado sin descanso desde que salieran del santuario, en su travesía cruzando los densos bosques de Hi no Kuni, recorriendo los caminos de tierra que sembraban el paraje aquí y allá.
En un momento dado vieron a un grupo de figuras a un lado del camino, más adelante. Los dos soldados de élite del señor Iekatsu se adelantaron con aire suspicaz para identificar a los allí reunidos, pero al acercarse se dieron media vuelta sin mayores contemplaciones, y se limitaron a asentir a sus otros dos compañeros. Cuando el séquito pasó junto al grupo de personas, pudieron distinguir claramente de qué estaba compuesto, y también por qué los soldados de la avanzadilla no los habían juzgado como algo a tener en cuenta.
Se trataba de una docena de personas; un par de hombres jóvenes, un anciano, varias mujeres y dos infantes. Uno de ellos era un niño, mientras que la otra era una chiquilla que no llegaría a los cuatro años, y que se aferraba con fuerzas a las faldas de su madre. Todos lucían sucios, vestían con harapos y los hombres llevaban vendas en la cabeza. Uno de ellos tenía, también, el brazo derecho en cabestrillo.
El grupo parecía llevar consigo pocas pertenencias, apenas un par de morrales apulgarados y lo que fuera que les cupiese en los bolsillos. «Definitivamente, no son suficientes provisiones para un viaje, y no recuerdo que haya ningún poblado cerca de aquí», notó Akame.
—¡Mis señores! ¡Mis señores, por favor!
Una de las harapientas mujeres, que debía rondar la treintena —aunque su aspecto sucio la hacía parecer mucho más vieja— se acercó al sendero llevando a su pequeña hija de la mano. Tenía el pelo castaño y enmarañado, la cara llena de barro igual que sus ropajes desaliñados, y se intuían dos poderosos senos en su torso.
—¡Mis señores, se lo suplico! ¡Ayuden a esta pobre mujer que lo ha perdido todo!
Los soldados, desde sus altos caballos, se limitaron a dedicarle una mirada cargada de desdén mientras pasaban de largo. La mujer suplicó, pero no obtuvo respuesta —tampoco— desde el interior del lujoso carruaje. Entonces acabó por volverse hacia los ninjas, acercándose con pasos desesperados mientras tiraba de la niña.
—¡Mozos! ¡Mozos, tengan compasión! ¿Me comprarían ustedes a mi hija?