30/05/2018, 17:17
—Lo sé, es una mierda —soltó Akame de repente, ignorando deliberadamente la pregunta de su compadre.
No, ignorando no sería la palabra adecuada. Más bien parecía que ni siquiera la hubiese escuchado. Caminaba a paso firme, con la mirada fija en algún punto del camino frente a ellos, con los brazos extendidos a ambos lados y los puños apretados.
—Pero nosotros no podemos hacer nada. Nadie puede —agregó, al cabo de unos tensos segundos de silencio—. No podemos hacer nada.
Aunque era evidente que se dirigía a Datsue, daba la sensación de que Akame estaba hablando en voz alta. Como si al verbalizar aquellos pensamientos quisiera convencerse de los mismos, eliminando la rabia que le carcomía las entrañas. Había visto de todo, en todas situaciones, en todos los lugares. En todo Oonindo. El mundo era así, había ricos y pobres. Favorecidos y perjudicados. Poderosos y oprimidos. Y los ninja no eran más que uno de tantos instrumentos que alguien con suficiente dinero podía utilizar para seguir agrandando aquel acantilado de desigualdades que nadie era capaz de saltar.
—¡Nadie se para! ¡Nadie se para!
El vozarrón de uno de los soldados de élite del señor Iekatsu parecía amplificado gracias a la altura e imponente porte que le otorgaban su orgullosa montura. El tipo era grande, estaba cubierto por una pesada armadura —casco incluído— y agitaba su naginata, como queriendo azuzar al séquito.
La noche había caído hacía apenas media hora, y todos los que caminaban en la comitiva estaban agotados —incluídos Akame y Datsue—. Los jinetes no tanto, y parecía evidente que el señor Iekatsu y su dama tampoco.
—¡Iekatsu-sama ha ordenado que continuemos! Falta poco para llegar —agregó el soldado, y luego tiró de las riendas del caballo para volver a su lugar en la formación.
Akame arrugó el ceño y se limitó a seguir caminando por el amplio sendero de tierra batida que atravesaba el bosque. El cielo estaba oscurecido pero la Luna había salido, y con su pálida luz iluminaba el camino frente al séquito. Algunos de los portadores de incensarios habían prendido las velas que estaban clavadas en el penacho de sus bastones, generando un tenue resplandor amarillento.
—Pensé que nos desviaríamos hacia algún camino secundario, pero diría que este sendero sigue siendo demasiado amplio para conducir a algún santuario o mausoleo remoto —le dijo el jōnin a su compañero—. Me resulta demasiado extraño que una construcción fúnebre se encuentre tan cerca de un camino principal...
A una docena de kilómetros de allí, en el interior de una de las humildes habitaciones de madera y puerta de papel de arroz de un santuario dedicado a la adoración de múltiples dioses, un tenue resplandor turquesa brilló en la oscuridad. El suave destello se había producido en un momento muy concreto, ni antes ni después; cuando un joven aprendiz de monje, anteriormente noble de una orgullosa familia menor de Hi no Kuni, hubo cruzado la puerta hacia el mundo de los sueños... Probablemente, por última vez.
El Kage Bunshin de Datsue contempló ante él la parca cama que servía de lecho a Makoto Masaru, arropado con una tosca sábana y durmiendo profundamente.
No, ignorando no sería la palabra adecuada. Más bien parecía que ni siquiera la hubiese escuchado. Caminaba a paso firme, con la mirada fija en algún punto del camino frente a ellos, con los brazos extendidos a ambos lados y los puños apretados.
—Pero nosotros no podemos hacer nada. Nadie puede —agregó, al cabo de unos tensos segundos de silencio—. No podemos hacer nada.
Aunque era evidente que se dirigía a Datsue, daba la sensación de que Akame estaba hablando en voz alta. Como si al verbalizar aquellos pensamientos quisiera convencerse de los mismos, eliminando la rabia que le carcomía las entrañas. Había visto de todo, en todas situaciones, en todos los lugares. En todo Oonindo. El mundo era así, había ricos y pobres. Favorecidos y perjudicados. Poderosos y oprimidos. Y los ninja no eran más que uno de tantos instrumentos que alguien con suficiente dinero podía utilizar para seguir agrandando aquel acantilado de desigualdades que nadie era capaz de saltar.
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—¡Nadie se para! ¡Nadie se para!
El vozarrón de uno de los soldados de élite del señor Iekatsu parecía amplificado gracias a la altura e imponente porte que le otorgaban su orgullosa montura. El tipo era grande, estaba cubierto por una pesada armadura —casco incluído— y agitaba su naginata, como queriendo azuzar al séquito.
La noche había caído hacía apenas media hora, y todos los que caminaban en la comitiva estaban agotados —incluídos Akame y Datsue—. Los jinetes no tanto, y parecía evidente que el señor Iekatsu y su dama tampoco.
—¡Iekatsu-sama ha ordenado que continuemos! Falta poco para llegar —agregó el soldado, y luego tiró de las riendas del caballo para volver a su lugar en la formación.
Akame arrugó el ceño y se limitó a seguir caminando por el amplio sendero de tierra batida que atravesaba el bosque. El cielo estaba oscurecido pero la Luna había salido, y con su pálida luz iluminaba el camino frente al séquito. Algunos de los portadores de incensarios habían prendido las velas que estaban clavadas en el penacho de sus bastones, generando un tenue resplandor amarillento.
—Pensé que nos desviaríamos hacia algún camino secundario, pero diría que este sendero sigue siendo demasiado amplio para conducir a algún santuario o mausoleo remoto —le dijo el jōnin a su compañero—. Me resulta demasiado extraño que una construcción fúnebre se encuentre tan cerca de un camino principal...
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A una docena de kilómetros de allí, en el interior de una de las humildes habitaciones de madera y puerta de papel de arroz de un santuario dedicado a la adoración de múltiples dioses, un tenue resplandor turquesa brilló en la oscuridad. El suave destello se había producido en un momento muy concreto, ni antes ni después; cuando un joven aprendiz de monje, anteriormente noble de una orgullosa familia menor de Hi no Kuni, hubo cruzado la puerta hacia el mundo de los sueños... Probablemente, por última vez.
El Kage Bunshin de Datsue contempló ante él la parca cama que servía de lecho a Makoto Masaru, arropado con una tosca sábana y durmiendo profundamente.