1/06/2018, 17:02
«Yo también, maldita sea», quiso contestar Akame; pero se contuvo. En su lugar, se limitó a encogerse de hombros tratando de imprimir en el gesto cuanta seguridad fue capaz. Sí, aquello olía definitivamente mal. Nada había cuadrado desde hacía un rato, y para colmo ahora habían dejado atrás a cuatro soldados robustos como montañas y armados hasta los dientes.
En silencio, el cuarteto siguió avanzando por el sendero hasta abandonar el amparo de los árboles. Las frondosas copas dejaron paso al cielo nocturno, azul oscuro y extensísimo, plagado de estrellas. La Luna brillaba con fuerza, iluminando el camino ante ellos y regalándoles la visión de un atisbo de lo que les esperaba al final.
Una figura inmensa, oculta entre la negrura de la noche, que se alzaba como una montaña. Todos sintieron un escalofrío recorrer su espalda. Iekatsu siguió caminando del brazo de la mujer de ojos amielados.
Al acercarse más, los jōnin pudieron distinguir con más claridad de qué se trataba aquel mastodonte negro y retorcido; eran, inequívocamente, las ruinas calcinadas de un gran edificio. Los restos de lo que antaño fuese una muralla, que a trozos todavía se mantenía en pie, rodeaban su perímetro, y el tamaño de la construcción dejaba poco lugar a dudas sobre su naturaleza. Estaban ante una antigua fortaleza, ahora derruida y reducida a poco más que una carcasa cenicienta.
—¿Qué demonios...? —masculló el Uchiha, tenso como un alambre.
El señor Iekatsu dejó escapar una tos seca que bien podía haberse interpretado como la última carcajada de un moribundo.
—Aquí es, sin duda —respondió a nadie—. Aquí yacen los restos de mis ancestros, un mausoleo apropiado para los Toritaka. Querida Tome, ¿podrías...?
La mujer de cabellos negros se adelantó, cruzando el postigo derruido de las murallas exteriores, y se acuclilló sobre la tierra ennegrecida de lo que antaño habría sido la entrada al castillo, frente a la gigantesca figura de las ruinas.
—Acercaos, mi buen señor —cominó al anciano, que se colocó junto a ella con pasos torpes y cansados—. El descanso eterno os espera, Iekatsu-sama. Vuestros antepasados os reconocen como un gran gobernante que ha traído paz y prosperidad a esta tierra.
«¿Paz y prosperidad?» Akame se cruzó de brazos.
—¿Ellos... Tengo... Tengo su perdón? —masculló el anciano señor, que parecía haber perdido todo su regio porte y ahora lucía más como un mendigo aterrorizado por el destino que ya sabe como cierto.
Tome se irguió, extendiendo los brazos hacia Iekatsu y abriendo las palmas, como si estuviera a punto de acogerle en su regazo.
—Eso es algo que depende de vos, como ya sabéis —respondió con voz serena—. Grandes sacrificios hicísteis por el bien de vuestro linaje. Es hora de que os entreguéis al último de ellos.
Iekatsu pareció dudar, pero finalmente introdujo una de sus manos en su lujoso kimono y sacó un objeto ovalado del tamaño de un puño de infante. En la mano del gobernante, la que asía aquel presente, se pudieron ver unos destellos violáceos que cortaron las sombras a su alrededor. De repente, todo parecía más oscuro.
—Por las tetas de Amaterasu.
—Sabéis lo que debéis hacer, Iekatsu-sama. No dudéis ahora —dijo Tome, conteniendo el impulso de alargar la mano y tomar aquella gema ella misma.
El noble tembló ligeramente.
—Yo... Yo...
De repente, los jōnin pudieron escuchar el susurro del viento a sus espaldas acompañado de los pasos de varios pies. Las sombras se agitaron a su alrededor, y entre las murallas derruidas que les rodeaban se pudieron observar varias figuras. No estaban solos.
En silencio, el cuarteto siguió avanzando por el sendero hasta abandonar el amparo de los árboles. Las frondosas copas dejaron paso al cielo nocturno, azul oscuro y extensísimo, plagado de estrellas. La Luna brillaba con fuerza, iluminando el camino ante ellos y regalándoles la visión de un atisbo de lo que les esperaba al final.
Una figura inmensa, oculta entre la negrura de la noche, que se alzaba como una montaña. Todos sintieron un escalofrío recorrer su espalda. Iekatsu siguió caminando del brazo de la mujer de ojos amielados.
Al acercarse más, los jōnin pudieron distinguir con más claridad de qué se trataba aquel mastodonte negro y retorcido; eran, inequívocamente, las ruinas calcinadas de un gran edificio. Los restos de lo que antaño fuese una muralla, que a trozos todavía se mantenía en pie, rodeaban su perímetro, y el tamaño de la construcción dejaba poco lugar a dudas sobre su naturaleza. Estaban ante una antigua fortaleza, ahora derruida y reducida a poco más que una carcasa cenicienta.
—¿Qué demonios...? —masculló el Uchiha, tenso como un alambre.
El señor Iekatsu dejó escapar una tos seca que bien podía haberse interpretado como la última carcajada de un moribundo.
—Aquí es, sin duda —respondió a nadie—. Aquí yacen los restos de mis ancestros, un mausoleo apropiado para los Toritaka. Querida Tome, ¿podrías...?
La mujer de cabellos negros se adelantó, cruzando el postigo derruido de las murallas exteriores, y se acuclilló sobre la tierra ennegrecida de lo que antaño habría sido la entrada al castillo, frente a la gigantesca figura de las ruinas.
—Acercaos, mi buen señor —cominó al anciano, que se colocó junto a ella con pasos torpes y cansados—. El descanso eterno os espera, Iekatsu-sama. Vuestros antepasados os reconocen como un gran gobernante que ha traído paz y prosperidad a esta tierra.
«¿Paz y prosperidad?» Akame se cruzó de brazos.
—¿Ellos... Tengo... Tengo su perdón? —masculló el anciano señor, que parecía haber perdido todo su regio porte y ahora lucía más como un mendigo aterrorizado por el destino que ya sabe como cierto.
Tome se irguió, extendiendo los brazos hacia Iekatsu y abriendo las palmas, como si estuviera a punto de acogerle en su regazo.
—Eso es algo que depende de vos, como ya sabéis —respondió con voz serena—. Grandes sacrificios hicísteis por el bien de vuestro linaje. Es hora de que os entreguéis al último de ellos.
Iekatsu pareció dudar, pero finalmente introdujo una de sus manos en su lujoso kimono y sacó un objeto ovalado del tamaño de un puño de infante. En la mano del gobernante, la que asía aquel presente, se pudieron ver unos destellos violáceos que cortaron las sombras a su alrededor. De repente, todo parecía más oscuro.
—Por las tetas de Amaterasu.
—Sabéis lo que debéis hacer, Iekatsu-sama. No dudéis ahora —dijo Tome, conteniendo el impulso de alargar la mano y tomar aquella gema ella misma.
El noble tembló ligeramente.
—Yo... Yo...
De repente, los jōnin pudieron escuchar el susurro del viento a sus espaldas acompañado de los pasos de varios pies. Las sombras se agitaron a su alrededor, y entre las murallas derruidas que les rodeaban se pudieron observar varias figuras. No estaban solos.