15/06/2018, 19:08
Una sonrisa amable se dibujó en el rostro de Pō, que parecía sugerir que en realidad aquella tipa no era tan mala como podía haberles hecho creer. Desde que Karamaru había reconocido sus méritos y le había asegurado que era una ninja notable, la mujer parecía mucho más relajada; como si toda la tensión que había estado guardando dentro se hubiera ido por una válvula de escape. Casi daba la sensación de que en realidad sólo era una madre cuidando de su hijo, que acababa de llegar a casa después de un largo viaje.
—¡Bien! Ven conmigo —pidió la falsa kunoichi.
Si Karamaru obedecía, Pō saldría de la pequeña habitación no sin antes dirigir una mirada cargada de resentimiento a Akame, que todavía estaba esposado y atado a su silla. La puerta daba a un pasillo que en nada se parecía al ambiente que podía respirarse dentro del zulo, sino que correspondía al de una vivienda normal y corriente. Las paredes eran blancas, el suelo era de madera y estaba limpio, a los lados se podían ver puertas correderas de papel de arroz que seguramente daban a las habitaciones de lo que parecía ser una casa.
El amejin podría contar dos habitaciones a la derecha del pasillo y dos a la izquierda. Al fondo había una puerta que, por su aspecto y composición, parecía ser la entrada a la vivienda.
Takigure Pō terminó por abrir la segunda puerta a la izquierda, que daba a una pequeña pero coqueta cocina. Había un frigorífico, una mesa cuadrada con cuatro sillas —tres de ellas estaban mucho menos desgastadas que la cuarta—, y una encimera surtida para cubrir las necesidades de una familia. La mujer empezó a preparar el brebaje mientras se tomaba su tiempo para contestar a las preguntas del calvo.
—Soy de aquí mismo, amejin-san. De la Ribera Sur —respondió—. ¿Cómo te llamas? No querría tener que seguir llamándote amejin-san.
—¡Bien! Ven conmigo —pidió la falsa kunoichi.
Si Karamaru obedecía, Pō saldría de la pequeña habitación no sin antes dirigir una mirada cargada de resentimiento a Akame, que todavía estaba esposado y atado a su silla. La puerta daba a un pasillo que en nada se parecía al ambiente que podía respirarse dentro del zulo, sino que correspondía al de una vivienda normal y corriente. Las paredes eran blancas, el suelo era de madera y estaba limpio, a los lados se podían ver puertas correderas de papel de arroz que seguramente daban a las habitaciones de lo que parecía ser una casa.
El amejin podría contar dos habitaciones a la derecha del pasillo y dos a la izquierda. Al fondo había una puerta que, por su aspecto y composición, parecía ser la entrada a la vivienda.
Takigure Pō terminó por abrir la segunda puerta a la izquierda, que daba a una pequeña pero coqueta cocina. Había un frigorífico, una mesa cuadrada con cuatro sillas —tres de ellas estaban mucho menos desgastadas que la cuarta—, y una encimera surtida para cubrir las necesidades de una familia. La mujer empezó a preparar el brebaje mientras se tomaba su tiempo para contestar a las preguntas del calvo.
—Soy de aquí mismo, amejin-san. De la Ribera Sur —respondió—. ¿Cómo te llamas? No querría tener que seguir llamándote amejin-san.