2/07/2018, 16:40
Hida sonrió.
—"Aliados provisionales", Datsue. Aliados provisionales...
Uchiha Akame se mantuvo agazapado tras una estatua carbonizada que en otros tiempos habría simbolizado a Amaterasu. O tal vez a Tsukiyomi. Ahora, su grandeza estaba marchita, pasto de las llamas como el resto de lo que antaño hubiera sido una orgullosa fortaleza. Sus ojos, que brillaban como dos luceros de sangre en la oscuridad, se mantenían fijos en la mujer que permanecía de pie en el centro de la sala, con los brazos en alto y los ojos cerrados.
Unas palabras apenas susurradas con su voz melodiosa invadieron la estancia.
—Ah, sí, puedo sentirlo... Sus fantasmas se arremolinan a nuestro alrededor, gritan, claman... Castigo —acentuó la última palabra, y el hombre decrépito que yacía arrodillado frente a ella se estremeció—. El dolor... La ira... Engullen sus almas...
El viejo dejó escapar un quejido lastimero. Allí, de rodillas, casi hecho un ovillo, no tenía nada de señorial. Ni de orgulloso. Más bien parecía un crío asustadizo, temeroso de lo que sus padres pudieran hacerle cuando descubriesen la trastada que había estado ocultándoles.
—¿Puedes... Puedes aplacarlos? —preguntó, con un hilo de voz.
La mujer de melena azabache entreabrió sus ojos, dorados como la miel, que se clavaron en el hombre. Su rostro contenía una mueca de desprecio mal disimulada.
—Conoces el precio, gran señor.
Y, en ese momento, Akame creyó intuir algo. Un gesto, apenas perceptible, que bastó para que una de sus manos se deslizara bajo la manga contraria.
—El Ojo... —balbuceó, ausente—. El Ojo de Susanoo... ¿Ellos... No hay otro modo?
La dama mantuvo la compostura mientras volvía a cerrar los ojos.
—Los espíritus están inquietos, Iekatsu-sama —aseguró, con tono lúgrube—. No podré mantenerlos a raya durante mucho más, mi buen señor. Debéis hacerlo ya.
Iekatsu alzó ambas manos frente a sí, sosteniendo aquella joya violácea que ahora parecía emitir un débil brillo. Sus ojos la contemplaban como si se tratase del montón de oro más grande del mundo, como si no hubiese riquezas en todo Oonindo que pudieran eclipsar su resplandor. Kunie también la miró, pero con los ojos cargados de la anticipación de un depredador a punto de cernirse sobre su presa. Y entonces...
—¡Aléjate de la joya!
Akame se sobresaltó. La voz provenía del lateral derecho de la sala, por donde —a través de un hueco en la derruida pared— acababa de entrar el mercenario Kaguya.
—¡Hida-san! No esperaba verte tan pronto —los ojos dorados de la mujer recorrieron la estancia—. Podéis salir, vosotros dos. Sé de sobra que si este bruto está con vida, es porque ha conseguido engañaros para poneros en mi contra.
—"Aliados provisionales", Datsue. Aliados provisionales...
—
Uchiha Akame se mantuvo agazapado tras una estatua carbonizada que en otros tiempos habría simbolizado a Amaterasu. O tal vez a Tsukiyomi. Ahora, su grandeza estaba marchita, pasto de las llamas como el resto de lo que antaño hubiera sido una orgullosa fortaleza. Sus ojos, que brillaban como dos luceros de sangre en la oscuridad, se mantenían fijos en la mujer que permanecía de pie en el centro de la sala, con los brazos en alto y los ojos cerrados.
Unas palabras apenas susurradas con su voz melodiosa invadieron la estancia.
—Ah, sí, puedo sentirlo... Sus fantasmas se arremolinan a nuestro alrededor, gritan, claman... Castigo —acentuó la última palabra, y el hombre decrépito que yacía arrodillado frente a ella se estremeció—. El dolor... La ira... Engullen sus almas...
El viejo dejó escapar un quejido lastimero. Allí, de rodillas, casi hecho un ovillo, no tenía nada de señorial. Ni de orgulloso. Más bien parecía un crío asustadizo, temeroso de lo que sus padres pudieran hacerle cuando descubriesen la trastada que había estado ocultándoles.
—¿Puedes... Puedes aplacarlos? —preguntó, con un hilo de voz.
La mujer de melena azabache entreabrió sus ojos, dorados como la miel, que se clavaron en el hombre. Su rostro contenía una mueca de desprecio mal disimulada.
—Conoces el precio, gran señor.
Y, en ese momento, Akame creyó intuir algo. Un gesto, apenas perceptible, que bastó para que una de sus manos se deslizara bajo la manga contraria.
—El Ojo... —balbuceó, ausente—. El Ojo de Susanoo... ¿Ellos... No hay otro modo?
La dama mantuvo la compostura mientras volvía a cerrar los ojos.
—Los espíritus están inquietos, Iekatsu-sama —aseguró, con tono lúgrube—. No podré mantenerlos a raya durante mucho más, mi buen señor. Debéis hacerlo ya.
Iekatsu alzó ambas manos frente a sí, sosteniendo aquella joya violácea que ahora parecía emitir un débil brillo. Sus ojos la contemplaban como si se tratase del montón de oro más grande del mundo, como si no hubiese riquezas en todo Oonindo que pudieran eclipsar su resplandor. Kunie también la miró, pero con los ojos cargados de la anticipación de un depredador a punto de cernirse sobre su presa. Y entonces...
—¡Aléjate de la joya!
Akame se sobresaltó. La voz provenía del lateral derecho de la sala, por donde —a través de un hueco en la derruida pared— acababa de entrar el mercenario Kaguya.
—¡Hida-san! No esperaba verte tan pronto —los ojos dorados de la mujer recorrieron la estancia—. Podéis salir, vosotros dos. Sé de sobra que si este bruto está con vida, es porque ha conseguido engañaros para poneros en mi contra.