10/08/2018, 19:57
Aquel día se había convertido, literalmente, en un infierno. Desde la primera hora de la mañana, el astro rey iluminaba toda Uzushiogakure desde lo alto de su trono, irradiando toda la fuerza del verano contra una aldea que trataba de sobrevivir a la súbita ola de calor que les había sorprendido. Las piedras que conformaban las calles de la villa eran las primeras en calentarse y, como si de un horno se tratara, irradiaban ese calor hacia el aire, volviendo la atmósfera mucho más densa y asfixiante de lo que ya era. Ni siquiera los pájaros cantaban aquel día; más bien al contrario, eran las estridentes chicharras las que los sustituían, estridulando de aquella manera tan característica desde los troncos de los árboles.
A aquella altura, Ayame ni siquiera sabía por qué había salido de su complejo residencial aquel día tan caluroso. En un principio había tenido en mente ponerse a entrenar, pero pronto se tuvo que redimir a la obviedad de que, bajo aquel calor, le era completamente imposible. Por eso se había refugiado en un bosque cercano, buscando algo de sombra que la aliviara. Y, efectivamente, sombras había por doquier, pero seguía haciendo el mismo calor.
—Esto es el fin... —susurró, con los ojos entrecerrados bajo aquella opresiva sensación de angustia.
Tirada sin más sobre la hierba, al amparo de uno de los árboles más frondosos, Ayame dejó escapar un largo y tendido suspiro. Sudaba como una condenada, y por mucho que se limpiara no servía absolutamente de nada. Era lo que tenían las ciudades costeras, la humedad del aire se te pegaba al cuerpo con el calor sin importar lo que hicieras. Y ni siquiera se había dado cuenta de ello, pero finos hilos de vapor escapaban de su cuerpo ascendiendo al cielo, buscando su lugar de origen.
A aquella altura, Ayame ni siquiera sabía por qué había salido de su complejo residencial aquel día tan caluroso. En un principio había tenido en mente ponerse a entrenar, pero pronto se tuvo que redimir a la obviedad de que, bajo aquel calor, le era completamente imposible. Por eso se había refugiado en un bosque cercano, buscando algo de sombra que la aliviara. Y, efectivamente, sombras había por doquier, pero seguía haciendo el mismo calor.
—Esto es el fin... —susurró, con los ojos entrecerrados bajo aquella opresiva sensación de angustia.
Tirada sin más sobre la hierba, al amparo de uno de los árboles más frondosos, Ayame dejó escapar un largo y tendido suspiro. Sudaba como una condenada, y por mucho que se limpiara no servía absolutamente de nada. Era lo que tenían las ciudades costeras, la humedad del aire se te pegaba al cuerpo con el calor sin importar lo que hicieras. Y ni siquiera se había dado cuenta de ello, pero finos hilos de vapor escapaban de su cuerpo ascendiendo al cielo, buscando su lugar de origen.