21/09/2018, 16:36
La voz se desvaneció, y toda la energía y el sentimiento de perder el control en cualquier momento se fueron con ella. Ayame jadeó y Zetsuo soltó una risilla de satisfacción. Cruzado de brazos, la tormenta a su alrededor pareció apaciguarse. Para alivio de la muchacha no habría más relámpagos por el momento.
—Vas mejorando. Sin embargo, aún quedan lecciones que tomar.
Y, de repente, el cuerpo de su padre pareció convertirse en agua como si de un Hōzuki más se tratase. Ayame abrió la boca, pero antes de que pudiera decir nada, un remolino se alzó a su alrededor. La sensación de parálisis desapareció y entonces sus pies perdieron el contacto con el suelo. Un último flash de luz que le hizo cerrar los ojos. Un intenso pitido que le hizo taparse los oídos...
Y Ayame despertó.
—Lo conseguiste. Pero es sólo un primer paso. No te confíes. Descansa, mentalízate, y reúnete conmigo mañana, a la misma hora. En esta misma plataforma. Informaré a los guardias para que sepan que vienes.
Ni siquiera le dio tiempo a responder, Zetsuo desapareció con el viento y Ayame cayó sobre la plataforma entre violentos temblores y resuellos fatigados. Todo había sido una ilusión, de principio a fin; comprendió, con la lluvia acariciando su rostro con gentileza. La bola de agua, los rayos, las preguntas, la voz del Gobi... todo había ocurrido en su cabeza. Pero lo había sentido tan real... Un escalofrío recorrió su cuerpo de arriba a abajo. ¿Y tendría que enfrentarse a aquello de nuevo mañana? Ayame ladeó la cabeza y, anhelante, paseó la mirada por el bosque que se extendía al otro lado del lago. Su padre la había dejado sola allí, a las afueras de la aldea. Podría darse un paseo rápido y volver; podría... No. No podría. Terminó por desdeñar la tentación sacudiendo la cabeza. Por eso se dio media vuelta y apoyó las manos en el suelo para poder reincorporarse, pero aquellos incontrolables temblores no se lo ponían nada fácil. Pero lo hizo. Se levantó, le dio la espalda a su libertad y volvió a meterse en su jaula. Apenas tuvo fuerzas suficientes para dedicarles un saludo a los guardias de la puerta y bien sabía que lo primero que haría nada más llegar a casa sería tirarse en la cama e intentar relajarse.
Y, pese a todo y como todos los días anteriores, al día siguiente estaría allí a la hora prometida. De pie sobre la plataforma, ojos cerrados y con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Vas mejorando. Sin embargo, aún quedan lecciones que tomar.
Y, de repente, el cuerpo de su padre pareció convertirse en agua como si de un Hōzuki más se tratase. Ayame abrió la boca, pero antes de que pudiera decir nada, un remolino se alzó a su alrededor. La sensación de parálisis desapareció y entonces sus pies perdieron el contacto con el suelo. Un último flash de luz que le hizo cerrar los ojos. Un intenso pitido que le hizo taparse los oídos...
Y Ayame despertó.
—Lo conseguiste. Pero es sólo un primer paso. No te confíes. Descansa, mentalízate, y reúnete conmigo mañana, a la misma hora. En esta misma plataforma. Informaré a los guardias para que sepan que vienes.
Ni siquiera le dio tiempo a responder, Zetsuo desapareció con el viento y Ayame cayó sobre la plataforma entre violentos temblores y resuellos fatigados. Todo había sido una ilusión, de principio a fin; comprendió, con la lluvia acariciando su rostro con gentileza. La bola de agua, los rayos, las preguntas, la voz del Gobi... todo había ocurrido en su cabeza. Pero lo había sentido tan real... Un escalofrío recorrió su cuerpo de arriba a abajo. ¿Y tendría que enfrentarse a aquello de nuevo mañana? Ayame ladeó la cabeza y, anhelante, paseó la mirada por el bosque que se extendía al otro lado del lago. Su padre la había dejado sola allí, a las afueras de la aldea. Podría darse un paseo rápido y volver; podría... No. No podría. Terminó por desdeñar la tentación sacudiendo la cabeza. Por eso se dio media vuelta y apoyó las manos en el suelo para poder reincorporarse, pero aquellos incontrolables temblores no se lo ponían nada fácil. Pero lo hizo. Se levantó, le dio la espalda a su libertad y volvió a meterse en su jaula. Apenas tuvo fuerzas suficientes para dedicarles un saludo a los guardias de la puerta y bien sabía que lo primero que haría nada más llegar a casa sería tirarse en la cama e intentar relajarse.
Y, pese a todo y como todos los días anteriores, al día siguiente estaría allí a la hora prometida. De pie sobre la plataforma, ojos cerrados y con los brazos cruzados sobre el pecho.
1 AO
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