13/10/2018, 14:06
El sol desprendía sus últimos rayos de sol cuando Umikiba Kaido traspasó la frontera del país. Por suerte para él, sin guardia a la vista, se internó en el bosque de cañas de bambú sin tener que responder a preguntas comprometedoras. Y, como si la fortuna realmente fuese su amante inseparable, la suerte quiso que se encontrase con una pequeña aldea con posada.
Al día siguiente, no obstante, Fortuna decidió ponerle los cuernos con otro.
Para empezar, se perdió. Se perdió muchas veces entre tanto bambú. ¿Cuál era el camino correcto? ¿El de la izquierda, o el de la derecha? A veces tomaba uno y se terminaba abruptamente, teniendo que dar vuelta para coger la segunda opción. Otras veces, tomaba el otro con la sensación de que, aunque no se terminaba, sí se desviaba en una dirección que no creía la correcta.
Al final no sabía ni dónde estaba.
No fue hasta casi el anochecer cuando sus pasos le condujeron hacia un pueblo de no más de veinte casas pegada a una ribera situada al Norte. El cielo estaba teñido de rojo, y las temperaturas habían caído abruptamente en la última hora. Varios perros pequeños le salieron al paso, ladrándole, mientras atravesaba el pueblo. Una anciana que llenaba botellas de agua junto a un pozo dejó la mitad de estas si rellenar nada más verle, instando a su nieto a meterse en casa pese a las insistencias del niño en terminar la tarea. Y Kaido se sentía observado. Lo sentía en su nuca. En cada ventana. En cada cortina al cerrarse.
Y, pese a que el resto del camino lo encontró más o menos vacío, si oyó cierto bullicio a medida que se iba aproximando al edificio más grande del pueblo. Un letrero tallado en madera coronaba la entrada:
A todas luces, se trataba de una posada.
Al día siguiente, no obstante, Fortuna decidió ponerle los cuernos con otro.
Percepción 40
Para empezar, se perdió. Se perdió muchas veces entre tanto bambú. ¿Cuál era el camino correcto? ¿El de la izquierda, o el de la derecha? A veces tomaba uno y se terminaba abruptamente, teniendo que dar vuelta para coger la segunda opción. Otras veces, tomaba el otro con la sensación de que, aunque no se terminaba, sí se desviaba en una dirección que no creía la correcta.
Al final no sabía ni dónde estaba.
No fue hasta casi el anochecer cuando sus pasos le condujeron hacia un pueblo de no más de veinte casas pegada a una ribera situada al Norte. El cielo estaba teñido de rojo, y las temperaturas habían caído abruptamente en la última hora. Varios perros pequeños le salieron al paso, ladrándole, mientras atravesaba el pueblo. Una anciana que llenaba botellas de agua junto a un pozo dejó la mitad de estas si rellenar nada más verle, instando a su nieto a meterse en casa pese a las insistencias del niño en terminar la tarea. Y Kaido se sentía observado. Lo sentía en su nuca. En cada ventana. En cada cortina al cerrarse.
Y, pese a que el resto del camino lo encontró más o menos vacío, si oyó cierto bullicio a medida que se iba aproximando al edificio más grande del pueblo. Un letrero tallado en madera coronaba la entrada:
«El Nido del Sur»
A todas luces, se trataba de una posada.