26/10/2018, 23:24
—Eh... Abuela Nesobo... —murmuró Yuki, dejando la cesta en el suelo con cuidado e, inclinándose sobre la anciana, la tomó de un hombro para mirarla mejor.
Pero Nesobo no respondió ni a las exclamaciones de Daruu ni a la llamada de su Yuki. Como un pequeño muñeco, la anciana, encogida entre los pliegues de la capa que había utilizado para protegerse del frío y de la lluvia, se había quedado inmóvil, petrificada en el tiempo, con los ojos cerrados y una tenue sonrisa curvando sus labios. Amenokami seguía llorando inclemente sobre su maltrecho cuerpo, maltratado por el paso de los años, y a ese llanto le acompañaba el incansable maullido de los gatos que se negaban a abandonarla.
Yuki agachó la cabeza, y las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Todos lloraban.
Porque la anciana se había marchado a un lugar donde ninguno de ellos podía alcanzarla. Y aquel era un viaje sólo de ida.
Y junto a ella había un pergamino tan grande y tan grueso como el propio Daruu.
Pero Nesobo no respondió ni a las exclamaciones de Daruu ni a la llamada de su Yuki. Como un pequeño muñeco, la anciana, encogida entre los pliegues de la capa que había utilizado para protegerse del frío y de la lluvia, se había quedado inmóvil, petrificada en el tiempo, con los ojos cerrados y una tenue sonrisa curvando sus labios. Amenokami seguía llorando inclemente sobre su maltrecho cuerpo, maltratado por el paso de los años, y a ese llanto le acompañaba el incansable maullido de los gatos que se negaban a abandonarla.
Yuki agachó la cabeza, y las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Todos lloraban.
Porque la anciana se había marchado a un lugar donde ninguno de ellos podía alcanzarla. Y aquel era un viaje sólo de ida.
Y junto a ella había un pergamino tan grande y tan grueso como el propio Daruu.