31/10/2018, 16:51
La tabernera —así como el resto de la clientela— observó con tensión el arisco intercambio de palabras que se producía entre los ninjas. Los shinobis de Kusa querían averiguar qué hacía Kaido tan lejos de su Villa, pero este, lejos de decírselo, subía el tono de la conversación hasta prácticamente mandarles a la mierda. Claro síntoma de que no tramaba nada bueno, a su juicio.
¿Y qué hicieron sus ninjas? ¿Sus salvadores? ¿Los que se nutrían con sus impuestos ganado a sangre y sudor? —bueno, quizá sus impuestos no iban para ellos, pero tenían una responsabilidad con su país—. Darle las gracias por su amabilidad, invitarle a un caramelo y largarse.
¡Largarse!
La tabernera se aguantó las ganas de gritarles cuatro cosas bien dichas.
—Si vuelve a causar alboroto no dude en avisar a las autoridades y vovleremos para protegerles —le susurró Yota al oído.
La mujer abrió mucho los ojos, con las mejillas coloradas como un volcán en erupción. Una vena del cuello le palpitaba. ¿Avisar a las autoridades? Pero, ¿sabía dónde se encontraba aquel mozo? No era más que un pequeño pueblo pegado a la ribera. Había al menos veinte minutos de caminata hasta llegar a La Ribera de Abajo, el pueblo más cercano con alguacil. Un alguacil entrado en los sesenta que a duras penas caminaba sin bastón.
—¿Te quedará más de ese rico caldo, de casualidad?
Perdida en sus pensamientos, tardó en darse cuenta que los dos luceros de esperanza ya se habían fugado del local.
—S-sí —se obligó a responder, retirándole el plato vacío para rellenarlo con más caldo—. Aquí tiene.
Volvió tras la barra a pasos rápidos, mientras veía como alguno de los vecinos empezaban a levantarse e irse también. Se hacía tarde, decían. Tenían miedo, veía en ella en sus rostros.
¿Y qué hicieron sus ninjas? ¿Sus salvadores? ¿Los que se nutrían con sus impuestos ganado a sangre y sudor? —bueno, quizá sus impuestos no iban para ellos, pero tenían una responsabilidad con su país—. Darle las gracias por su amabilidad, invitarle a un caramelo y largarse.
¡Largarse!
La tabernera se aguantó las ganas de gritarles cuatro cosas bien dichas.
—Si vuelve a causar alboroto no dude en avisar a las autoridades y vovleremos para protegerles —le susurró Yota al oído.
La mujer abrió mucho los ojos, con las mejillas coloradas como un volcán en erupción. Una vena del cuello le palpitaba. ¿Avisar a las autoridades? Pero, ¿sabía dónde se encontraba aquel mozo? No era más que un pequeño pueblo pegado a la ribera. Había al menos veinte minutos de caminata hasta llegar a La Ribera de Abajo, el pueblo más cercano con alguacil. Un alguacil entrado en los sesenta que a duras penas caminaba sin bastón.
—¿Te quedará más de ese rico caldo, de casualidad?
Perdida en sus pensamientos, tardó en darse cuenta que los dos luceros de esperanza ya se habían fugado del local.
—S-sí —se obligó a responder, retirándole el plato vacío para rellenarlo con más caldo—. Aquí tiene.
Volvió tras la barra a pasos rápidos, mientras veía como alguno de los vecinos empezaban a levantarse e irse también. Se hacía tarde, decían. Tenían miedo, veía en ella en sus rostros.