5/11/2018, 20:15
El carromato en el que viajaba pegó una pequeña sacudida cuando las ruedas dieron con un accidente en el terreno, y los viajeros que la acompañaron demostraron su malestar entre bufidos y alguna que otra maldición. No fue el caso de la figura encapuchada y que ocultaba la parte superior de su rostro con un antifaz blanquecino. Sumida en la penumbra y amparada por las sombras, la muchacha no podía dejar de sonreír, con sus iris castaños fijos en la enorme luna llena que alumbraba la noche.
Había salido de Tanzaku Gai entrada la tarde, después de su fortuito encuentro con Uzumaki Eri. A sabiendas de que no podía perder el tiempo y que la noche la alcanzaría en mitad del camino, había optado por tomar aquel carromato para que la acercara al País de la Tormenta. En todo momento fue consciente de aquellos no eran precisamente los mejores carruajes del País del Fuego, que los caminos a través del bosque estaban en un estado más bien precario y que aquellas intempestivas horas no eran las mejores para viajar. Pero no le importaba. Nada lo hacía.
Porque todo iba bien. Todo iba a salir bien. Parecía que la suerte había comenzado a sonreirle por fin. Y nada podría estropearlo de nue...
—¡¡Al ataque, muchachos!! ¡No dejéis a nadie con vida!
Ayame se sobresaltó. Aquel repentino alarido había salido de algún punto entre los árboles, en dirección este, y de manera inmediata fue coreado por una horda de gritos bélicos, vítores y obscenidades de todo tipo. Antes de que pudiera reaccionar siquiera, las sombras surgieron de la oscuridad con el brillo del acero destellando bajo la luz de la luna y se abalanzaron sobre los dos primeros carros de la comitiva. Un inconfundible silbido rasgó el aire y los relinchos de los caballos, asustados y heridos, laceró los oídos de Ayame, que trataba por todos los medios mantenerse bien sujeta en su sitio. Golpes, coces, más relinchos... Los animales luchaban por soltarse de sus amarres y el carromato dio una peligrosa y violenta sacudida. Afortunamente, no llegó a caer; pero su compañero no tuvo la misma suerte, y terminó por volcar.
—¡Maldita sea! —masculló Ayame, levantándose al fin y abriendo la puerta que tenía más cerca. Después de asegurarse de que no corría peligro, ayudó a una mujer con un niño a bajar del carromato, un hombre ya entrado en edad, y un joven que, pese a ir armados con más de una katana a la cintura, no dudó ni un instante en salir corriendo entre gritos despavoridos de terror.
Ella fue la última en salir, y cuando lo hizo ya llevaba una flecha en la mano diestra y otra sujeta entre los labios. Acumulando el chakra en la planta de los pies, se apoyó en la pared del carro y saltó sobre el tejado, donde se quedó acuclillada. No se fijó en el carro que yacía volcado con una rueda girando de forma alocada sin un suelo en el que apoyarse, ni en el caballo desaparecido que había corrido a ponerse a salvo, ni tampoco en la silueta cubierta en una capa marrón que, en el suelo, plantaba frente a varios bandidos. Simplemente volteó la muñeca izquierda y desde debajo de la manga de su túnica se desplegó un arco que cargó con la primera flecha a toda velocidad y disparó contra el primer bandido que quedó a tiro.
Había salido de Tanzaku Gai entrada la tarde, después de su fortuito encuentro con Uzumaki Eri. A sabiendas de que no podía perder el tiempo y que la noche la alcanzaría en mitad del camino, había optado por tomar aquel carromato para que la acercara al País de la Tormenta. En todo momento fue consciente de aquellos no eran precisamente los mejores carruajes del País del Fuego, que los caminos a través del bosque estaban en un estado más bien precario y que aquellas intempestivas horas no eran las mejores para viajar. Pero no le importaba. Nada lo hacía.
Porque todo iba bien. Todo iba a salir bien. Parecía que la suerte había comenzado a sonreirle por fin. Y nada podría estropearlo de nue...
—¡¡Al ataque, muchachos!! ¡No dejéis a nadie con vida!
Ayame se sobresaltó. Aquel repentino alarido había salido de algún punto entre los árboles, en dirección este, y de manera inmediata fue coreado por una horda de gritos bélicos, vítores y obscenidades de todo tipo. Antes de que pudiera reaccionar siquiera, las sombras surgieron de la oscuridad con el brillo del acero destellando bajo la luz de la luna y se abalanzaron sobre los dos primeros carros de la comitiva. Un inconfundible silbido rasgó el aire y los relinchos de los caballos, asustados y heridos, laceró los oídos de Ayame, que trataba por todos los medios mantenerse bien sujeta en su sitio. Golpes, coces, más relinchos... Los animales luchaban por soltarse de sus amarres y el carromato dio una peligrosa y violenta sacudida. Afortunamente, no llegó a caer; pero su compañero no tuvo la misma suerte, y terminó por volcar.
—¡Maldita sea! —masculló Ayame, levantándose al fin y abriendo la puerta que tenía más cerca. Después de asegurarse de que no corría peligro, ayudó a una mujer con un niño a bajar del carromato, un hombre ya entrado en edad, y un joven que, pese a ir armados con más de una katana a la cintura, no dudó ni un instante en salir corriendo entre gritos despavoridos de terror.
Ella fue la última en salir, y cuando lo hizo ya llevaba una flecha en la mano diestra y otra sujeta entre los labios. Acumulando el chakra en la planta de los pies, se apoyó en la pared del carro y saltó sobre el tejado, donde se quedó acuclillada. No se fijó en el carro que yacía volcado con una rueda girando de forma alocada sin un suelo en el que apoyarse, ni en el caballo desaparecido que había corrido a ponerse a salvo, ni tampoco en la silueta cubierta en una capa marrón que, en el suelo, plantaba frente a varios bandidos. Simplemente volteó la muñeca izquierda y desde debajo de la manga de su túnica se desplegó un arco que cargó con la primera flecha a toda velocidad y disparó contra el primer bandido que quedó a tiro.