5/11/2018, 21:58
Las saetas se cruzaron en el camino. Al ballestero le impactó de lleno en la cabeza y desapareció entre el follaje, muerto sin duda, y Ayame le atravesó el pecho de parte a parte y terminó por clavarse en el techo del carromato, pero la muchacha apenas esbozó una ligera mueca de dolor mientras su torso volvía a recomponer su forma física rápidamente.
Un súbito estruendo combinado con más gritos la sobresaltó. Abajo, junto al otro carromato, donde la figura de la capa se enfrentaba con furia a sus enemigos, un grueso grupo de enemigos había saltado por los aires casi literalmente. Ayame decidió pensar sobre aquel hecho después y llevó a cabo su técnica ilusoria. Y el resultado fue, precisamente, el que había esperado. Aunque quizás demasiado exagerado.
El caos alimentó las mentes de todos los presentes, y el pánico se desató por igual entre bandidos y civiles. Algunos tiraron sus armas y se perdieron entre las sombras de la noche, otros se dedicaron a atacar a los fantasmas para descubrir, con horror, que, como una hidra, por cada enemigo caído surgían otros dos. Incluso dos mercenarias que se encontraban al frente de la comitiva y que habían estado combatiendo valientemente a los bandidos ahora se encaraba a las figuras encapuchadas.
«Esto se va de las manos...» Pensó Ayame, chasqueando la lengua con cierta irritación.
Alguien saltó de repente sobre el tejado de su carro, invadiendo su parapeto. Ayame, rápida como una serpiente de cascabel, se volvió hacia el recién llegado con un kunai destellando peligrosamente en su mano diestra. Pero se detuvo en seco, con la sangre congelada en las venas, cuando la luz de la luna se reflejó en dos ojos del color de la sangre con tres aspas orbitando alrededor de su pupila que la atravesaban de parte a parte. Unos ojos que no había olvidado desde la primera vez que los vio y aún poblaban algunas de sus pesadillas.
«Uchiha... Akame...»
Aquel Uchiha. Precisamente aquel Uchiha tan peligroso. El mismo Uchiha que la había apalizado en el torneo sin posibilidad alguna de defenderse. El mismo Uchiha que había ordenado que esposaran a Daruu. El mismo Uchiha...
El mismo Uchiha...
—¡Shinobi-san! —le llamó—. ¡Debemos acabar con todos los bandidos ahora, tu técnica está provocando que los civiles huyan hacia el bosque!
Ayame tardó algunos segundos en reaccionar. Akame no parecía haberla reconocido, pero todos sus instintos estaban chillándole que escapara, que echara a correr tan rápido como le permitieran las piernas y no se volviese para mirar atrás hasta que llegara a Amegakure. Sin embargo, otra parte de su ser, la parte que siempre la condenaba, se negaba a abandonar a todos aquellos civiles.
Terminó por asentir en completo silencio y entrelazó las manos en dos sellos. Tomó aire, y expelió un chorro de agua hacia el suelo, en dirección hacia el mayor grueso de bandidos que encontró. El agua corrió bajo sus pies, atrapándolos en una trampa pegajosa que les dificultaría el movimiento y su defensa.
Una oportunidad perfecta para el ataque.
Un súbito estruendo combinado con más gritos la sobresaltó. Abajo, junto al otro carromato, donde la figura de la capa se enfrentaba con furia a sus enemigos, un grueso grupo de enemigos había saltado por los aires casi literalmente. Ayame decidió pensar sobre aquel hecho después y llevó a cabo su técnica ilusoria. Y el resultado fue, precisamente, el que había esperado. Aunque quizás demasiado exagerado.
El caos alimentó las mentes de todos los presentes, y el pánico se desató por igual entre bandidos y civiles. Algunos tiraron sus armas y se perdieron entre las sombras de la noche, otros se dedicaron a atacar a los fantasmas para descubrir, con horror, que, como una hidra, por cada enemigo caído surgían otros dos. Incluso dos mercenarias que se encontraban al frente de la comitiva y que habían estado combatiendo valientemente a los bandidos ahora se encaraba a las figuras encapuchadas.
«Esto se va de las manos...» Pensó Ayame, chasqueando la lengua con cierta irritación.
Alguien saltó de repente sobre el tejado de su carro, invadiendo su parapeto. Ayame, rápida como una serpiente de cascabel, se volvió hacia el recién llegado con un kunai destellando peligrosamente en su mano diestra. Pero se detuvo en seco, con la sangre congelada en las venas, cuando la luz de la luna se reflejó en dos ojos del color de la sangre con tres aspas orbitando alrededor de su pupila que la atravesaban de parte a parte. Unos ojos que no había olvidado desde la primera vez que los vio y aún poblaban algunas de sus pesadillas.
«Uchiha... Akame...»
Aquel Uchiha. Precisamente aquel Uchiha tan peligroso. El mismo Uchiha que la había apalizado en el torneo sin posibilidad alguna de defenderse. El mismo Uchiha que había ordenado que esposaran a Daruu. El mismo Uchiha...
El mismo Uchiha...
—¡Shinobi-san! —le llamó—. ¡Debemos acabar con todos los bandidos ahora, tu técnica está provocando que los civiles huyan hacia el bosque!
Ayame tardó algunos segundos en reaccionar. Akame no parecía haberla reconocido, pero todos sus instintos estaban chillándole que escapara, que echara a correr tan rápido como le permitieran las piernas y no se volviese para mirar atrás hasta que llegara a Amegakure. Sin embargo, otra parte de su ser, la parte que siempre la condenaba, se negaba a abandonar a todos aquellos civiles.
Terminó por asentir en completo silencio y entrelazó las manos en dos sellos. Tomó aire, y expelió un chorro de agua hacia el suelo, en dirección hacia el mayor grueso de bandidos que encontró. El agua corrió bajo sus pies, atrapándolos en una trampa pegajosa que les dificultaría el movimiento y su defensa.
Una oportunidad perfecta para el ataque.