21/11/2018, 16:11
De rama en rama, y utilizando su ecolocalización como ayuda, Ayame avanzó durante varios largos minutos. Atenta a todo lo que le rodeaba. Pronto, algo que no eran ni ramas ni vegetación entró en el rango de su sónar: una figura alta y alargada que se movía nerviosamente de un lado a otro (una persona adulta, presumiblemente) y un pequeño bulto en el suelo, mucho más pequeño que se encontraba junto a la primera. Desde las alturas, la kunoichi se acercó de la forma más sigilosa que fue capaz, con cuidado de poner los pies siempre en el sitio correcto y no pisar alguna malavenida ramita. Por suerte, y dado el escaso rango de su técnica, no tuvo que moverse demasiado para que la escena quedara ante sus ojos.
La figura que se movía era una mujer que andaba en círculos. A juzgar por los balbuceos y las maldiciones que chapurreaba para sí, parecía terriblemente nerviosa. Sin embargo, lo que le llamó la atención a Ayame fue el pequeño bulto que se encontraba frente a ella: un niño pequeño que, sentado contra el tronco de un árbol, temblaba sin control. Durante un instante a Ayame se le pasó por la cabeza la feliz idea de que aquella mujer podía ser su madre, y que ambos estaban aterrorizados ante lo que acababan de presenciar. Sin embargo, esa hipótesis fue apartada de su mente de un manotazo en cuanto ella habló:
—Sí, sí, eso será lo mejor... No cabe duda de que tus padres pagarán, ¿eh? Pagarán si quieren volver a verte sano y salvo. Sí, sí, eso es lo que vamos a hacer... Eso es... Pagarán...
«Secuestrar a un niño y usarlo de rehén... ¡Hay que ser rastrero!» Ayame apretó las mandíbulas, temblando de rabia.
Sin embargo, no podía permitirse el lujo de actuar de forma inconsciente. Aquella mujer iba armada con una wakizashi. Cualquier movimiento en falso y podría utilizar al crío de rehén... o acabar aún peor. Tenía que actuar con cuidado.
Agachada para evitar ser descubierta, se movió de forma lenta y premeditada. Sus ojos estaban fijos en los movimientos de la bandida, pendiente de cualquier gesto sospechoso, mientras se deslizaba hacia el mismo árbol en el que el pequeño estaba apoyado. Sólo entonces se parapetó sobre una rama que quedara lo más vertical posible sobre ambos... Y saltó.
Los pliegues de su túnica ondearon con su movimiento como las alas de un búho en mitad de la noche. Y, como tal rapaz, aterrizó de golpe entre el chiquillo y su captora. Con un rápido movimiento de sus manos, exhaló una bola de agua desde sus labios, directa a golpear a la asaltante.
—¡Chico! ¿Puedes moverte? ¡Corre hacia los carros, allí estarás a salvo! —exclamó, señalando hacia el lugar de donde había venido sin volverse para mirarle. Estaba demasiado ocupada, pendiente de los movimientos de la mujer.
La figura que se movía era una mujer que andaba en círculos. A juzgar por los balbuceos y las maldiciones que chapurreaba para sí, parecía terriblemente nerviosa. Sin embargo, lo que le llamó la atención a Ayame fue el pequeño bulto que se encontraba frente a ella: un niño pequeño que, sentado contra el tronco de un árbol, temblaba sin control. Durante un instante a Ayame se le pasó por la cabeza la feliz idea de que aquella mujer podía ser su madre, y que ambos estaban aterrorizados ante lo que acababan de presenciar. Sin embargo, esa hipótesis fue apartada de su mente de un manotazo en cuanto ella habló:
—Sí, sí, eso será lo mejor... No cabe duda de que tus padres pagarán, ¿eh? Pagarán si quieren volver a verte sano y salvo. Sí, sí, eso es lo que vamos a hacer... Eso es... Pagarán...
«Secuestrar a un niño y usarlo de rehén... ¡Hay que ser rastrero!» Ayame apretó las mandíbulas, temblando de rabia.
Sin embargo, no podía permitirse el lujo de actuar de forma inconsciente. Aquella mujer iba armada con una wakizashi. Cualquier movimiento en falso y podría utilizar al crío de rehén... o acabar aún peor. Tenía que actuar con cuidado.
Agachada para evitar ser descubierta, se movió de forma lenta y premeditada. Sus ojos estaban fijos en los movimientos de la bandida, pendiente de cualquier gesto sospechoso, mientras se deslizaba hacia el mismo árbol en el que el pequeño estaba apoyado. Sólo entonces se parapetó sobre una rama que quedara lo más vertical posible sobre ambos... Y saltó.
Los pliegues de su túnica ondearon con su movimiento como las alas de un búho en mitad de la noche. Y, como tal rapaz, aterrizó de golpe entre el chiquillo y su captora. Con un rápido movimiento de sus manos, exhaló una bola de agua desde sus labios, directa a golpear a la asaltante.
—¡Chico! ¿Puedes moverte? ¡Corre hacia los carros, allí estarás a salvo! —exclamó, señalando hacia el lugar de donde había venido sin volverse para mirarle. Estaba demasiado ocupada, pendiente de los movimientos de la mujer.