21/11/2018, 23:44
La bandada voló durante largas horas en completo silencio. Amparados por el gélido viento del invierno, que soplaba contra sus mejillas y hacía ondear sus cabellos y sus túnicas, y el suave batir de las alas, con el consecuente movimiento del cuerpo de las gigantescas aves por debajo de ellos, cada uno de los integrantes del grupo iba sumido en sus propios pensamientos, aunque era bien probable que todos ellos giraran alrededor de un único tema. Siguieron el curso del río hacia el sur, y las llanuras del País de la Tormenta se convirtieron en montañas que se alzaron frente a ellos como gigantes de piedra. Debían evitar la cordillera del Valle de los Dojos, por lo que viraron hacia el este y después continuaron hacia el sur, en dirección a Tanzaku Gai. Las aguas del río que estaban siguiendo se juntaron con las de otro río diferente que provenía del Valle del Fin, situado kilómetros más hacia el norte. Y fue justo en ese cruce cuando la voz de Daruu se alzó:
—¡Esperad!
—¿Qué cojones pasa, Amedama? —exclamó Zetsuo para hacerse oír por encima del viento.
Sin embargo, el muchacho no respondió. Rompió la formación cambiando de dirección bruscamente y se acercó a las aguas del río. Los otros integrantes del grupo le observaban mientras se llevaba una mano al portaobjetos y sacaba aquel peculiar visor de aumento que siempre llevaba consigo. Se lo colocó en los ojos, y tras ajustarlo un poco...
—¡¡No puede ser!! —exclamó—. ¡Es la túnica... la túnica de Ayame!
—¿¡QUÉ?! —exclamaron, padre e hijo al unísono.
Daruu se lanzó en picado, perseguido de cerca por los dos Aotsuki. Era en la orilla del río donde un deplorable trapo de tela rasgado y chamuscado se aferraba de forma lamentable a la rama de un árbol para evitar ser arrastrado por la corriente. El muchacho nunca llegó a coger la prenda, Zetsuo se le había adelantado saltando desde varios metros de altura y aterrizando prácticamente trastabillando en la tierra mojada. Cogió la túnica con ambas manos, ahora apenas un viejo trapo carcomido, y sus ojos nerviosos la recorrieron de arriba a abajo, como si le estuviera preguntando qué le había pasado; como si pudiera ver a través de los recuerdos de aquel objeto inerte como hacía con las personas. La reconocía, claro que la reconocía. Podía recordar como si hubiera ocurrido hace cinco minutos el día que Ayame le enseñó la nueva túnica que se había comprado. "¡Así pasaré desapercibida cuando pueda salir al fin de la aldea!", había dicho, radiante de emoción.
Zetsuo apretó las mandíbulas y sus manos temblaron con violencia.
—Ayame... —gruñó, roto de dolor, y alzó la mirada para mirar a su alrededor. Como si esperara ver a la muchacha acercarse a ellos desde detrás de cualquier árbol, quizás herida pero con aquella sonrisa nerviosa y temerosa suya. "No pasa nada, estoy bien", diría.
Pero, por supuesto, no la encontró.
Una mano se apoyó en su antebrazo. Una mano pálida como la nieve y fría como el más crudo de los inviernos.
—Padre, la encontraremos.
Zetsuo se encontró con los ojos de escarcha de su hijo y asintió. Volvió a reconstruir la coraza de su corazón a toda velocidad, y en cuestión de segundos cualquier rastro de debilidad desapareció de su férreo rostro.
—Ayame ha sido atacada —habló, volviéndose hacia Kiroe y Daruu—. No sé por quién. No sé por qué. No sé si ha podido ser un Kajitsu. Pero tenemos que encontrarla.
—¡Esperad!
—¿Qué cojones pasa, Amedama? —exclamó Zetsuo para hacerse oír por encima del viento.
Sin embargo, el muchacho no respondió. Rompió la formación cambiando de dirección bruscamente y se acercó a las aguas del río. Los otros integrantes del grupo le observaban mientras se llevaba una mano al portaobjetos y sacaba aquel peculiar visor de aumento que siempre llevaba consigo. Se lo colocó en los ojos, y tras ajustarlo un poco...
—¡¡No puede ser!! —exclamó—. ¡Es la túnica... la túnica de Ayame!
—¿¡QUÉ?! —exclamaron, padre e hijo al unísono.
Daruu se lanzó en picado, perseguido de cerca por los dos Aotsuki. Era en la orilla del río donde un deplorable trapo de tela rasgado y chamuscado se aferraba de forma lamentable a la rama de un árbol para evitar ser arrastrado por la corriente. El muchacho nunca llegó a coger la prenda, Zetsuo se le había adelantado saltando desde varios metros de altura y aterrizando prácticamente trastabillando en la tierra mojada. Cogió la túnica con ambas manos, ahora apenas un viejo trapo carcomido, y sus ojos nerviosos la recorrieron de arriba a abajo, como si le estuviera preguntando qué le había pasado; como si pudiera ver a través de los recuerdos de aquel objeto inerte como hacía con las personas. La reconocía, claro que la reconocía. Podía recordar como si hubiera ocurrido hace cinco minutos el día que Ayame le enseñó la nueva túnica que se había comprado. "¡Así pasaré desapercibida cuando pueda salir al fin de la aldea!", había dicho, radiante de emoción.
Zetsuo apretó las mandíbulas y sus manos temblaron con violencia.
—Ayame... —gruñó, roto de dolor, y alzó la mirada para mirar a su alrededor. Como si esperara ver a la muchacha acercarse a ellos desde detrás de cualquier árbol, quizás herida pero con aquella sonrisa nerviosa y temerosa suya. "No pasa nada, estoy bien", diría.
Pero, por supuesto, no la encontró.
Una mano se apoyó en su antebrazo. Una mano pálida como la nieve y fría como el más crudo de los inviernos.
—Padre, la encontraremos.
Zetsuo se encontró con los ojos de escarcha de su hijo y asintió. Volvió a reconstruir la coraza de su corazón a toda velocidad, y en cuestión de segundos cualquier rastro de debilidad desapareció de su férreo rostro.
—Ayame ha sido atacada —habló, volviéndose hacia Kiroe y Daruu—. No sé por quién. No sé por qué. No sé si ha podido ser un Kajitsu. Pero tenemos que encontrarla.