26/11/2018, 23:56
(Última modificación: 26/11/2018, 23:56 por Aotsuki Ayame.)
La cena fue silenciosa pero terriblemente tensa. Daruu incluso se marchó a una mesa contigua para no seguir soportando el mal humor de Zetsuo, y este ni siquiera le dirigió una mirada reprobatoria (que habría sido lo normal en cualquier otra ocasión), Kōri estaba más callado de lo que solía estar y Kiroe, aunque intentaba inocular algo de calma sabía que era del todo inútil. Todos estaban demasiado cansados, demasiado preocupados...
Y la cosa no había hecho más que empezar.
Después de la cena, los Aotsuki y los Amedama se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Ninguno de ellos esperaba lujos de ningún tipo, por eso nadie se extrañó al ver una simple cama doble en cada habitación y apenas un par de muebles que servían más de decoración que de utilidad.
Kōri fue el primero en acostarse, y ni siquiera hizo uso de la manta para arroparse, pero Zetsuo tardó algo más. Había abierto su mochila y volvía a sostener entre sus manos aquella deshilachada capa.
«Te prometí que la protegería... Y hasta ahora no he conseguido más que lo contrario.» Meditó para sus adentros, hablando con un ente invisible que sólo estaba en sus recuerdos. Sus dedos se cerraron con aún más fuerza en torno a la tela calcinada y una simple lágrima cayó sobre ella. «Lo siento, Shiruka. Soy un padre terrible.»
El sol ni siquiera había salido cuando el grupo volvió a reunirse en la entrada de El Patito del Bosque. El aire, frío y cargado del rocío de la mañana, calaba en sus huesos como dagas de hielo y jirones de una ligera neblina se enroscaban en torno a sus cuerpos como manos fantasmales. Ninguno de ellos presentaba buen aspecto, ninguno de ellos debía de haber pegado ojo en toda la noche. Y aún así volvieron a montarse sobre los perros y el caballo de caramelo y reanudaron el viaje hacia el norte cruzando el Puente Kannabi y abandonando el país de los Remolinos en dirección al Bosque de Hongos, dentro del País del Bosque.
—¿Estáis seguros de que es por aquí? —preguntó Daruu.
—Eso es, chico. Aunque el rastro sigue al este todavía, no se va más al norte —contestó Kuro-chan.
«Más hacia el este... ¿Hacia el País del Rayo o de vuelta al País de los Remolinos?» Se preguntó Zetsuo, entrecerrando los ojos.
—¿Estáis seguros de que... no se ha ido por voluntad propia? —añadió el can.
—Lo dudo mucho —respondió Kiroe—. ¿Tan lejos?
—Ayame jamás haría algo así —asintió Kōri.
—¿Es que os tengo que volver a enseñar la jodida capa? —estalló Zetsuo—. ¡Está quemada y rasgada! ¡¿Cómo se va a haber ido por voluntad propia?! ¡Sufrió un ataque! ¡Y ni siquiera sabemos si está siquiera...! —se mordió la lengua, incapaz de pronunciar las siguientes palabras. Ofuscado, Zetsuo sacudió la cabeza y cerró los ojos momentáneamente.
Nada más atravesar el puente, el terreno sufrió una brusca transformación y se vio invadido por los árboles del bosque. Árboles gigantescos como titanes, con un follaje que prácticamente impedía el paso de la luz del sol hacia las capas inferiores del bosque. Y de los troncos no sólo surgían ramas, sino setas igual de gigantescas, con sombreros que fácilmente podían soportar el peso de varias personas sobre ellas.
Y la cosa no había hecho más que empezar.
Después de la cena, los Aotsuki y los Amedama se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Ninguno de ellos esperaba lujos de ningún tipo, por eso nadie se extrañó al ver una simple cama doble en cada habitación y apenas un par de muebles que servían más de decoración que de utilidad.
Kōri fue el primero en acostarse, y ni siquiera hizo uso de la manta para arroparse, pero Zetsuo tardó algo más. Había abierto su mochila y volvía a sostener entre sus manos aquella deshilachada capa.
«Te prometí que la protegería... Y hasta ahora no he conseguido más que lo contrario.» Meditó para sus adentros, hablando con un ente invisible que sólo estaba en sus recuerdos. Sus dedos se cerraron con aún más fuerza en torno a la tela calcinada y una simple lágrima cayó sobre ella. «Lo siento, Shiruka. Soy un padre terrible.»
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El sol ni siquiera había salido cuando el grupo volvió a reunirse en la entrada de El Patito del Bosque. El aire, frío y cargado del rocío de la mañana, calaba en sus huesos como dagas de hielo y jirones de una ligera neblina se enroscaban en torno a sus cuerpos como manos fantasmales. Ninguno de ellos presentaba buen aspecto, ninguno de ellos debía de haber pegado ojo en toda la noche. Y aún así volvieron a montarse sobre los perros y el caballo de caramelo y reanudaron el viaje hacia el norte cruzando el Puente Kannabi y abandonando el país de los Remolinos en dirección al Bosque de Hongos, dentro del País del Bosque.
—¿Estáis seguros de que es por aquí? —preguntó Daruu.
—Eso es, chico. Aunque el rastro sigue al este todavía, no se va más al norte —contestó Kuro-chan.
«Más hacia el este... ¿Hacia el País del Rayo o de vuelta al País de los Remolinos?» Se preguntó Zetsuo, entrecerrando los ojos.
—¿Estáis seguros de que... no se ha ido por voluntad propia? —añadió el can.
—Lo dudo mucho —respondió Kiroe—. ¿Tan lejos?
—Ayame jamás haría algo así —asintió Kōri.
—¿Es que os tengo que volver a enseñar la jodida capa? —estalló Zetsuo—. ¡Está quemada y rasgada! ¡¿Cómo se va a haber ido por voluntad propia?! ¡Sufrió un ataque! ¡Y ni siquiera sabemos si está siquiera...! —se mordió la lengua, incapaz de pronunciar las siguientes palabras. Ofuscado, Zetsuo sacudió la cabeza y cerró los ojos momentáneamente.
Nada más atravesar el puente, el terreno sufrió una brusca transformación y se vio invadido por los árboles del bosque. Árboles gigantescos como titanes, con un follaje que prácticamente impedía el paso de la luz del sol hacia las capas inferiores del bosque. Y de los troncos no sólo surgían ramas, sino setas igual de gigantescas, con sombreros que fácilmente podían soportar el peso de varias personas sobre ellas.