27/11/2018, 13:50
—No —respondió Daruu, tajante—. Ayame está viva. Y la vamos a encontrar. No importa cuando. No importa cómo. No pienso volver a Amegakure sin ella. No pienso hacerlo.
Zetsuo miró de reojo al Chūnin, volvió la mirada al frente pocos segundos después, cerró los ojos, inspiró y espiró. Para cuando volvió a abrir los ojos, tenía una mirada diferente, cargada de acero. La contundencia de Daruu parecía haberle insuflado de nuevo la determinación que iba perdiendo a cada paso que daban, y el Jōnin había vuelto a construir la coraza en torno a su corazón.
«Los sentimientos nos vuelven débiles.» Se recordó, apretando las mandíbulas. Sumirse en la desesperación no ayudaría en nada a la búsqueda. Debía mantenerse tan frío como su hijo y ser tan contundente como el acero. Sólo así lograrían encontrar a Ayame. Y por Amenokami que pensaba hacerlo. Así le costara días, semanas, meses o años. No pensaba darse por vencido hasta dar con ella.
El grupo continuó hacia el este, atravesando el Bosque de Hongos a toda velocidad; y, llegado un momento, viraron la dirección hacia el sur.
—Estamos... ¿volviendo a la Espiral? —preguntó Daruu, expresando la extrañeza de todos.
—El rastro ha dado la vuelta —respondió Inurun.
—Quien se la haya llevado, no tiene muy claro a dónde va, o está jugando con nosotros, o... o... quizás consiguió escapar.
—No os estaréis confundiendo de nuevo, ¿no, chuchos? —siseó Zetsuo, entornando los ojos con recelo.
Pero los canes disminuyeron la velocidad de repente y comenzaron a caminar mientras olfateaban con fruición. Zetsuo y Kōri decidieron bajar de Kuro-chan y estirar un poco las piernas mientras caminaban junto al animal. Parecía que el rastro era más fuera por aquella zona, y todos, aunque más esperanzados, mantuvieron la guardia.
Hasta que vieron algo abandonado en el suelo de cualquier manera. Apenas unos trapos tan carbonizados y rasgados como la capa, que alternaban colores de azul y negro.
—N-no puede ser... Zetsuo... —balbuceó Kiroe.
Junto a la pastelera, Daruu temblaba de rabia con lágrimas en los ojos.
—Juro que mataré a quién le haya hecho algo... juro que...
Pero no era nada comparado con los sentimientos de los Aotsuki. Zetsuo se había arrodillado junto a la ropa de Ayame, acariciándola con la yema de los dedos y las mandíbulas tan apretadas que parecía que su cabeza iba a estallar en cualquier momento. Kōri se mantenía inamovible junto a su padre, con los puños fuertemente apretados a ambos lados de su costado. El aire comenzó a vibrar de repente en torno al médico. La temperatura descendió bruscamente y el aire sopló, gélido como el aliento de la muerte. Era ira en estado puro. La ira de un volcán en plena erupción, la ira del invierno más inmisericorde. La ira del fuego y el hielo.
—Voy... a... matarlo... ¡VOY A MATAR A QUIEN SEA QUE HAYA HECHO ESTO! —bramó Zetsuo, y su voz reverberó por todos y cada uno de los troncos de los árboles que les rodeaban—. ¡¡Ya puede ser un jodido Kage o un puto Señor Feudal!! ¡Pienso arrancarle el corazón del pecho con mis propias manos!
—Kiroe, Kiroe. El rastro continúa —llamaba Inurun—. Sigue hacia el sur. Es el olor de Ayame. Estoy seguro.
Zetsuo recogió la ropa y se reincorporó, aún con la mirada clavada en el deteriorado uwagi.
—Padre —Kōri señaló con voz grave un punto en el cuello del uwagi, y el médico enseguida percibió lo que le estaba señalando: unos pocos pelos, largos y tan claros que parecían blancos.
—Hemos encontrado esto —Llamó a los demás, para compartir el descubrimiento—. Pelo muy rubio o blanco, aunque parece oscurecerse un poco hacia las puntas. O bien estamos persiguiendo a una mujer, o se trata de un hombre con el pelo blanco —aseguró, frunciendo el ceño antes de volverse hacia Daruu—. ¿Conoces a alguien con estas características, Amedama?
Zetsuo miró de reojo al Chūnin, volvió la mirada al frente pocos segundos después, cerró los ojos, inspiró y espiró. Para cuando volvió a abrir los ojos, tenía una mirada diferente, cargada de acero. La contundencia de Daruu parecía haberle insuflado de nuevo la determinación que iba perdiendo a cada paso que daban, y el Jōnin había vuelto a construir la coraza en torno a su corazón.
«Los sentimientos nos vuelven débiles.» Se recordó, apretando las mandíbulas. Sumirse en la desesperación no ayudaría en nada a la búsqueda. Debía mantenerse tan frío como su hijo y ser tan contundente como el acero. Sólo así lograrían encontrar a Ayame. Y por Amenokami que pensaba hacerlo. Así le costara días, semanas, meses o años. No pensaba darse por vencido hasta dar con ella.
El grupo continuó hacia el este, atravesando el Bosque de Hongos a toda velocidad; y, llegado un momento, viraron la dirección hacia el sur.
—Estamos... ¿volviendo a la Espiral? —preguntó Daruu, expresando la extrañeza de todos.
—El rastro ha dado la vuelta —respondió Inurun.
—Quien se la haya llevado, no tiene muy claro a dónde va, o está jugando con nosotros, o... o... quizás consiguió escapar.
—No os estaréis confundiendo de nuevo, ¿no, chuchos? —siseó Zetsuo, entornando los ojos con recelo.
Pero los canes disminuyeron la velocidad de repente y comenzaron a caminar mientras olfateaban con fruición. Zetsuo y Kōri decidieron bajar de Kuro-chan y estirar un poco las piernas mientras caminaban junto al animal. Parecía que el rastro era más fuera por aquella zona, y todos, aunque más esperanzados, mantuvieron la guardia.
Hasta que vieron algo abandonado en el suelo de cualquier manera. Apenas unos trapos tan carbonizados y rasgados como la capa, que alternaban colores de azul y negro.
—N-no puede ser... Zetsuo... —balbuceó Kiroe.
Junto a la pastelera, Daruu temblaba de rabia con lágrimas en los ojos.
—Juro que mataré a quién le haya hecho algo... juro que...
Pero no era nada comparado con los sentimientos de los Aotsuki. Zetsuo se había arrodillado junto a la ropa de Ayame, acariciándola con la yema de los dedos y las mandíbulas tan apretadas que parecía que su cabeza iba a estallar en cualquier momento. Kōri se mantenía inamovible junto a su padre, con los puños fuertemente apretados a ambos lados de su costado. El aire comenzó a vibrar de repente en torno al médico. La temperatura descendió bruscamente y el aire sopló, gélido como el aliento de la muerte. Era ira en estado puro. La ira de un volcán en plena erupción, la ira del invierno más inmisericorde. La ira del fuego y el hielo.
—Voy... a... matarlo... ¡VOY A MATAR A QUIEN SEA QUE HAYA HECHO ESTO! —bramó Zetsuo, y su voz reverberó por todos y cada uno de los troncos de los árboles que les rodeaban—. ¡¡Ya puede ser un jodido Kage o un puto Señor Feudal!! ¡Pienso arrancarle el corazón del pecho con mis propias manos!
—Kiroe, Kiroe. El rastro continúa —llamaba Inurun—. Sigue hacia el sur. Es el olor de Ayame. Estoy seguro.
Zetsuo recogió la ropa y se reincorporó, aún con la mirada clavada en el deteriorado uwagi.
—Padre —Kōri señaló con voz grave un punto en el cuello del uwagi, y el médico enseguida percibió lo que le estaba señalando: unos pocos pelos, largos y tan claros que parecían blancos.
—Hemos encontrado esto —Llamó a los demás, para compartir el descubrimiento—. Pelo muy rubio o blanco, aunque parece oscurecerse un poco hacia las puntas. O bien estamos persiguiendo a una mujer, o se trata de un hombre con el pelo blanco —aseguró, frunciendo el ceño antes de volverse hacia Daruu—. ¿Conoces a alguien con estas características, Amedama?