29/11/2018, 19:59
—Mira, Zetsuo-san, te voy a ser franco —le respondió el can—. De perro a hombre: he detectado multitud de rastros desde que salimos. Algunos se alinean con más o menos exactitud con el trayecto del de Ayame. El suyo es el más intenso, y por tanto deduzco que reciente. Pero diferentes personas huelen de diferentes formas y con distinta intensidad. Es como el volumen de una voz en concreto, para que nos entendamos. Las voces graves... suenan más altas. No puedo decirte si va sola, o si va acompañada. Sería hacer una suposición que podría entorpecernos la búsqueda. Los datos son los que son. Y los que hay ahora encima de la mesa no me permiten responder a esa pregunta.
El médico entrecerró los ojos ligeramente. No estaba decepcionado con la respuesta de Kuro-chan, simplemente, ofuscado. Además, no estaba acostumbrado a que un animal le rebatiera con tal contundencia. Y eso que las águilas podían ser terriblemente tercas si se lo proponían. Durante un instante llegó a pensar que le estaba empezando a caer bien.
—Zetsuo-san —intervino de pronto Daruu, que se había situado con su caballo negro al lado de Kuro-chan, y el hombre volvió sus ojos aguamarina hacia él—, si... si te preocupa que Ayame se haya podido marchar por propia voluntad, creo que puedo asegurar al cien por cien que no ha sido así. Las pocas veces que hemos salido de la aldea juntos, Ayame mostraba gran cuidado en no revelar su identidad. Parecía importarle mucho no volver a fallarle a la aldea. Lo repetía muchísimo. No creo que haya hecho esto a propósito.
—Es cierto —corroboró Kōri, detrás de él—. Y aunque llegaste a llamarla paranoica por hacerlo incluso dentro del País de la Tormenta, ella seguía obstinada en que debía ocultar su rostro para no desatar el pánico entre la gente. Era muy cuidadosa con ello.
—Y por eso precisamente me extraña que la hayan podido reconocer en su primera salida en solitario —reafirmó Zetsuo, volviendo la mirada al frente. Había tensado los hombros y la mirada en sus ojos se había endurecido radicalmente; sin embargo, terminó por lanzar un largo y tendido suspiro—. Espero que tengáis razón. Y, aunque no la tengáis, pienso llevarla de vuelta a Amegakure. Así tenga que arrastrarla de la oreja.
Un par de horas más tarde, cuando el sol comenzaba a descender por el oeste, llegaron a Ushi, un pequeño pueblecito del País de los Remolinos ubicado cerca de la corta oriental de Oonindo. La primera señal de que se estaban acercando a una población fueron las vacas y las cabras que comenzaron a salirles en el camino, obligándolos a apartarse para no acabar chocando contra ellas. Después de un par de sustos en el que se vieron involucrados algún que otro ternero y varios pares de astas, el grupo llegó al fin a aquel pequeño pueblecito. Antes de bajar al pueblo, volvieron al mismo procedimiento anterior: Kiroe se despidió de los perros y Daruu deshizo su caballo de caramelo. No habían vuelto a colocarse sus identificativos como shinobi desde que habían salido de El Patito del Bosque, así que no tuvieron que preocuparse por aquel ritual. Echaron a andar por un camino pobremente empedrado y múltiples casitas de piedra y madera les dieron la bienvenida. Al igual que un peculiar olor que ondeaba en el aire y que provenía de los corrales delimitados con muros construidos con bloques de piedra colocados unos encima de otros y repletos de cabezas de ganado en su parte posterior.
—Encontremos un lugar donde pasar la noche —dijo Zetsuo. No parecía afectarle aquel olor, y no era para menos. Después de todo, había visto y olido cosas mucho peores en quirófano.
No tardaron en encontrar lo que buscaban, la villa no era tan grande como para perderse y todo quedaba prácticamente al alcance de la mano. "La Vaca que Ríe" era una posada más bien pequeña, de sólo un piso de altura, y construida al más puro estilo tradicional. Entraron en el edificio, y se encontraron con una escena un tanto pintoresca. A aquellas horas de la tarde la taberna comenzaba a llenarse de gente que brindaba con jarras de leche y cantaban y bailaban al son de la música de una pianola que había en un lateral de la sala. Al mando del lugar se encontraba una pareja entrada en edad que lucían orgullosos uniformes con estampados blancos y negros, simulando el de las vacas que criaban por allí. Mientras el hombre repartía los mandados, era la mujer la que se encontraba tras la barra.
—Buenas noches, señores, ¿en qué puedo ayudarles? —les saludó, con una cordial sonrisa.
El médico entrecerró los ojos ligeramente. No estaba decepcionado con la respuesta de Kuro-chan, simplemente, ofuscado. Además, no estaba acostumbrado a que un animal le rebatiera con tal contundencia. Y eso que las águilas podían ser terriblemente tercas si se lo proponían. Durante un instante llegó a pensar que le estaba empezando a caer bien.
—Zetsuo-san —intervino de pronto Daruu, que se había situado con su caballo negro al lado de Kuro-chan, y el hombre volvió sus ojos aguamarina hacia él—, si... si te preocupa que Ayame se haya podido marchar por propia voluntad, creo que puedo asegurar al cien por cien que no ha sido así. Las pocas veces que hemos salido de la aldea juntos, Ayame mostraba gran cuidado en no revelar su identidad. Parecía importarle mucho no volver a fallarle a la aldea. Lo repetía muchísimo. No creo que haya hecho esto a propósito.
—Es cierto —corroboró Kōri, detrás de él—. Y aunque llegaste a llamarla paranoica por hacerlo incluso dentro del País de la Tormenta, ella seguía obstinada en que debía ocultar su rostro para no desatar el pánico entre la gente. Era muy cuidadosa con ello.
—Y por eso precisamente me extraña que la hayan podido reconocer en su primera salida en solitario —reafirmó Zetsuo, volviendo la mirada al frente. Había tensado los hombros y la mirada en sus ojos se había endurecido radicalmente; sin embargo, terminó por lanzar un largo y tendido suspiro—. Espero que tengáis razón. Y, aunque no la tengáis, pienso llevarla de vuelta a Amegakure. Así tenga que arrastrarla de la oreja.
Un par de horas más tarde, cuando el sol comenzaba a descender por el oeste, llegaron a Ushi, un pequeño pueblecito del País de los Remolinos ubicado cerca de la corta oriental de Oonindo. La primera señal de que se estaban acercando a una población fueron las vacas y las cabras que comenzaron a salirles en el camino, obligándolos a apartarse para no acabar chocando contra ellas. Después de un par de sustos en el que se vieron involucrados algún que otro ternero y varios pares de astas, el grupo llegó al fin a aquel pequeño pueblecito. Antes de bajar al pueblo, volvieron al mismo procedimiento anterior: Kiroe se despidió de los perros y Daruu deshizo su caballo de caramelo. No habían vuelto a colocarse sus identificativos como shinobi desde que habían salido de El Patito del Bosque, así que no tuvieron que preocuparse por aquel ritual. Echaron a andar por un camino pobremente empedrado y múltiples casitas de piedra y madera les dieron la bienvenida. Al igual que un peculiar olor que ondeaba en el aire y que provenía de los corrales delimitados con muros construidos con bloques de piedra colocados unos encima de otros y repletos de cabezas de ganado en su parte posterior.
—Encontremos un lugar donde pasar la noche —dijo Zetsuo. No parecía afectarle aquel olor, y no era para menos. Después de todo, había visto y olido cosas mucho peores en quirófano.
No tardaron en encontrar lo que buscaban, la villa no era tan grande como para perderse y todo quedaba prácticamente al alcance de la mano. "La Vaca que Ríe" era una posada más bien pequeña, de sólo un piso de altura, y construida al más puro estilo tradicional. Entraron en el edificio, y se encontraron con una escena un tanto pintoresca. A aquellas horas de la tarde la taberna comenzaba a llenarse de gente que brindaba con jarras de leche y cantaban y bailaban al son de la música de una pianola que había en un lateral de la sala. Al mando del lugar se encontraba una pareja entrada en edad que lucían orgullosos uniformes con estampados blancos y negros, simulando el de las vacas que criaban por allí. Mientras el hombre repartía los mandados, era la mujer la que se encontraba tras la barra.
—Buenas noches, señores, ¿en qué puedo ayudarles? —les saludó, con una cordial sonrisa.