2/12/2018, 17:08
El Umikiba no se sintió avergonzado, de hecho, más bien le causó gracia haberse llenado la espalda de tierra en aquel lugar. De igual forma, se dejó guiar por Otohime, levantándose del suelo, y siguiendo cautelosamente su paso no sin antes dar un último vistazo a cada uno de los otros Cabeza de Dragón. A Shaneji por último entre todos, que muy hermano de agua se hacía llamar y no se había tomado la molestia de darle al menos una pista de lo que se requería para recibir la marca.
Aquello le jodía, y mucho.
Porque no estaba preparado. Porque el desconocimiento podía llevarle a fallar. Porque había demasiado en juego y ahora tenía que dejarse someter a cualfuera el juego macabro de Otohime para ser digno. Era como lanzar una moneda al aire. No tener el control era agobiante. Tan agobiante como podría haberse sentido un claustrofóbico atravesando los turbios caminos de Ryūgū-jō —ya era hora de asumir que aquella cueva debía ser la guarida sagrada de la organización— que finalmente le llevaron hasta una encrucijada de ocho pasillos distintos, uno por cada miembro. Ellos tomaron la segunda a la derecha, que finalmente dejó postrados frente a una amplia puerta de color rojo con el grabado de un dragón en ella. Otohime abrió, y se adentró junto con Kaido.
—Esta era la habitación de Katame
—Espero al menos hayáis cambiado las sábanas —bromeó.
Lucía medianamente ordenada. Era amplia y gozaba de los compartimientos básicos para que fuera una habitación en condiciones. Kaido se adentró un poco más para mirar a mayor profundidad, y volteó sólo cuando Otohime soltó las últimas indicaciones.
Hasta entonces —sentenció. ¿Pero habría un entonces? esa era la cuestión.
Hizo contacto visual con la cama y tras quitarse las botas ninja, tomó el agua de un sólo tirón y se echó sobre ella. Quedó mirando al techo. Meditó durante un rato antes de siquiera cerrar los ojos.
«Por Amegakure» —se dijo, antes de que la oscuridad le abrazara en un fútil intento de conciliar el sueño.
Aquello le jodía, y mucho.
Porque no estaba preparado. Porque el desconocimiento podía llevarle a fallar. Porque había demasiado en juego y ahora tenía que dejarse someter a cualfuera el juego macabro de Otohime para ser digno. Era como lanzar una moneda al aire. No tener el control era agobiante. Tan agobiante como podría haberse sentido un claustrofóbico atravesando los turbios caminos de Ryūgū-jō —ya era hora de asumir que aquella cueva debía ser la guarida sagrada de la organización— que finalmente le llevaron hasta una encrucijada de ocho pasillos distintos, uno por cada miembro. Ellos tomaron la segunda a la derecha, que finalmente dejó postrados frente a una amplia puerta de color rojo con el grabado de un dragón en ella. Otohime abrió, y se adentró junto con Kaido.
—Esta era la habitación de Katame
—Espero al menos hayáis cambiado las sábanas —bromeó.
Lucía medianamente ordenada. Era amplia y gozaba de los compartimientos básicos para que fuera una habitación en condiciones. Kaido se adentró un poco más para mirar a mayor profundidad, y volteó sólo cuando Otohime soltó las últimas indicaciones.
Hasta entonces —sentenció. ¿Pero habría un entonces? esa era la cuestión.
Hizo contacto visual con la cama y tras quitarse las botas ninja, tomó el agua de un sólo tirón y se echó sobre ella. Quedó mirando al techo. Meditó durante un rato antes de siquiera cerrar los ojos.
«Por Amegakure» —se dijo, antes de que la oscuridad le abrazara en un fútil intento de conciliar el sueño.