8/12/2018, 00:26
(Última modificación: 8/12/2018, 00:31 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
—...¿creeis que deberíamos ir en barco al País del Agua, o en estas aves? —preguntó Daruu—. Quizás los vigilantes en la costa sospechan algo si nos ven entrar así. ¿No sería mejor entrar como civiles? Así también podríamos aprovechar para descansar completamente. Aprovechamos el tiempo al completo. ¿Qué opináis?
Zetsuo frunció el ceño, sopesando las posibilidades. Sus iris aguamarina miraron de reojo a sus dos acompañantes, primero a Kōri y después a Daruu, y la certeza de la evidencia se abrió paso entre machetazos. Después de varios días de un viaje frenético en contra de las agujas del reloj, los tres estaban cansados. Terriblemente cansados. La aparente imperturbabilidad del rostro de su hijo no podía engañarle y se reflejaba en el joven gesto de Daruu y en las ojeras que marcaban sus párpados inferiores. Incluso Zetsuo debía admitir incluso su propio cansancio. Por mucho que se mantuviera en forma, la edad no perdonaba.
—Sí, eso será lo mejor —asintió al fin, aunque era evidente que no le hacía nada de gracia la idea—. Pero eso significará que dependeremos del horario de los barcos, y de que iremos más lentos que montados en las aves. Joder.
—Tú mismo lo has dicho, padre —intervino la fría voz de Kōri—: No sirven de nada las prisas si vamos a terminar desfalleciendo en cualquier lado.
Zetsuo asintió, muy a su pesar.
—Y ni siquiera sabemos qué es a lo que nos vamos a enfrentar.
Tan sólo podían rogar a los dioses que los perros de Kiroe no se hubieran equivocado, y que Ayame se encontrara de verdad en el País del Agua y no en algún paraje aún más inhóspito que aquel, como podía ser el País del Hierro. ¿Pero por qué el País del Agua? Era algo para lo que ninguno de los tres tenía la respuesta, desafortunadamente...
La bandada voló hacia el este. Los árboles del Bosque de la Hoja se dispersaron bajo sus pies hasta el punto en el que el bosque desapareció y las Planicies del Silencio se extendieron como una alfombra interminable de hierba oscura salpicada con manchas de charcos y tierra húmeda. Volaron durante horas por aquel monótono paisaje, roto alguna vez por algún que otro pueblo e incluso pasaron por encima de un enorme castillo en ruinas. Aquella noche el cielo estaba completamente despejado, pronosticaba un día frío para cuando llegara la mañana. En cualquier otra circunstancia el grupo podría haber disfrutado del panorama, pues un manto de estrellas se extendía por encima de sus cabezas. En un punto determinado del cielo, las estrellas incluso se aglomeraban tanto que formaban una línea gruesa y difusa, creando una imagen increíblemente bella. Sin embargo, cuando Zetsuo alzó la mirada sólo pudo pensar en que la luna no era visible aquella noche.
Y aquel mal presentimiento le encogió el corazón en el pecho.
Varias horas más tarde, las luces de la gran ciudad refulgieron en el horizonte. Estaban muy cerca de Yamiria.
—Bajemos —ordenó Zetsuo.
Y así lo hicieron. Aterrizaron antes de llegar a las murallas de la capital y después de agradecer a las aves el viaje las despidieron.
—Recordad que no debemos llamar la atención. Simplemente buscamos un lugar donde pasar la noche y mañana volveremos a partir.
Aunque dadas las horas que eran, era más que probable que aquella simple tarea se les terminara complicando más de lo que debiera.
Zetsuo frunció el ceño, sopesando las posibilidades. Sus iris aguamarina miraron de reojo a sus dos acompañantes, primero a Kōri y después a Daruu, y la certeza de la evidencia se abrió paso entre machetazos. Después de varios días de un viaje frenético en contra de las agujas del reloj, los tres estaban cansados. Terriblemente cansados. La aparente imperturbabilidad del rostro de su hijo no podía engañarle y se reflejaba en el joven gesto de Daruu y en las ojeras que marcaban sus párpados inferiores. Incluso Zetsuo debía admitir incluso su propio cansancio. Por mucho que se mantuviera en forma, la edad no perdonaba.
—Sí, eso será lo mejor —asintió al fin, aunque era evidente que no le hacía nada de gracia la idea—. Pero eso significará que dependeremos del horario de los barcos, y de que iremos más lentos que montados en las aves. Joder.
—Tú mismo lo has dicho, padre —intervino la fría voz de Kōri—: No sirven de nada las prisas si vamos a terminar desfalleciendo en cualquier lado.
Zetsuo asintió, muy a su pesar.
—Y ni siquiera sabemos qué es a lo que nos vamos a enfrentar.
Tan sólo podían rogar a los dioses que los perros de Kiroe no se hubieran equivocado, y que Ayame se encontrara de verdad en el País del Agua y no en algún paraje aún más inhóspito que aquel, como podía ser el País del Hierro. ¿Pero por qué el País del Agua? Era algo para lo que ninguno de los tres tenía la respuesta, desafortunadamente...
La bandada voló hacia el este. Los árboles del Bosque de la Hoja se dispersaron bajo sus pies hasta el punto en el que el bosque desapareció y las Planicies del Silencio se extendieron como una alfombra interminable de hierba oscura salpicada con manchas de charcos y tierra húmeda. Volaron durante horas por aquel monótono paisaje, roto alguna vez por algún que otro pueblo e incluso pasaron por encima de un enorme castillo en ruinas. Aquella noche el cielo estaba completamente despejado, pronosticaba un día frío para cuando llegara la mañana. En cualquier otra circunstancia el grupo podría haber disfrutado del panorama, pues un manto de estrellas se extendía por encima de sus cabezas. En un punto determinado del cielo, las estrellas incluso se aglomeraban tanto que formaban una línea gruesa y difusa, creando una imagen increíblemente bella. Sin embargo, cuando Zetsuo alzó la mirada sólo pudo pensar en que la luna no era visible aquella noche.
Y aquel mal presentimiento le encogió el corazón en el pecho.
Varias horas más tarde, las luces de la gran ciudad refulgieron en el horizonte. Estaban muy cerca de Yamiria.
—Bajemos —ordenó Zetsuo.
Y así lo hicieron. Aterrizaron antes de llegar a las murallas de la capital y después de agradecer a las aves el viaje las despidieron.
—Recordad que no debemos llamar la atención. Simplemente buscamos un lugar donde pasar la noche y mañana volveremos a partir.
Aunque dadas las horas que eran, era más que probable que aquella simple tarea se les terminara complicando más de lo que debiera.