12/12/2018, 20:50
Kiroe mantenía la mirada fija, seria, en el horizonte.
—Ahora lo comprobaremos, Zetsuo —dijo—. Pero tendremos que salir de la capital y alejarnos un poco de la civilización. No puedo invocar a los perros aquí.
No sólo porque llamarían extremadamente la atención, sino porque además ahora mismo no cabía ni un alma más en aquella calle. Daruu se esforzaba por esquivar a todo el mundo, mas aún tenía que comerse a la mitad de la población y a los visitantes del lugar.
—A ver si es verdad que salimos ya de aquí. Estoy hasta las narices.
Tardaron un buen rato en cruzar las selvas de humanidad de la urbe, como si hubieran estado cruzando una de verdad, apartando la vegetación a machetazos. Ya fuera, anduvieron un rato por la calzada antes de separarse del camino y refugiarse en una neblinosa arboleda. Allí, Kiroe invocó uno de sus perros. Un labrador enorme de color negro y cara de bobalicón —aunque cabe decir que no tan grande como los san bernardos que usaron para montar. Sus ojos, aunque también negros, tenían un distintivo reflejo... granate.
—¡Wof! Kiroe-sama, a su servicio. —El can hizo un saludo militar... con su pata de perro. Quedaba casi cómico.
—Akatosu. Ya sabes lo que hablamos ayer. Tienes que ayudarnos a buscar a Ayame. Zetsuo, por favor. —Se dirigió hacia el médico—. ¿Todavía conservas el trozo de túnica?
Si Zetsuo ofreciese la tela, el perro se entretendría para olfatearla durante unos segundos, luego alzaría el morro y, despacio, empezaría a rastrear olfateando el suelo.
—¡Por aquí! ¡Seguidme, de momento tengo el rastro claro! ¡Ha pasado por aquí!
—¿Por en medio de la arbolada? Los captores estaban de incógnito, así que dudo que haya tenido nada que ver con el señor feudal de este país, mamá, como tú sugeriste.
—Sí, porque... nos estamos adentrando en la isla.
El grupo siguió avanzando. Los árboles cada vez dejaban un respiro menor, entre tronco y tronco. Y la niebla se hacía más espesa...
—Ahora lo comprobaremos, Zetsuo —dijo—. Pero tendremos que salir de la capital y alejarnos un poco de la civilización. No puedo invocar a los perros aquí.
No sólo porque llamarían extremadamente la atención, sino porque además ahora mismo no cabía ni un alma más en aquella calle. Daruu se esforzaba por esquivar a todo el mundo, mas aún tenía que comerse a la mitad de la población y a los visitantes del lugar.
—A ver si es verdad que salimos ya de aquí. Estoy hasta las narices.
Tardaron un buen rato en cruzar las selvas de humanidad de la urbe, como si hubieran estado cruzando una de verdad, apartando la vegetación a machetazos. Ya fuera, anduvieron un rato por la calzada antes de separarse del camino y refugiarse en una neblinosa arboleda. Allí, Kiroe invocó uno de sus perros. Un labrador enorme de color negro y cara de bobalicón —aunque cabe decir que no tan grande como los san bernardos que usaron para montar. Sus ojos, aunque también negros, tenían un distintivo reflejo... granate.
—¡Wof! Kiroe-sama, a su servicio. —El can hizo un saludo militar... con su pata de perro. Quedaba casi cómico.
—Akatosu. Ya sabes lo que hablamos ayer. Tienes que ayudarnos a buscar a Ayame. Zetsuo, por favor. —Se dirigió hacia el médico—. ¿Todavía conservas el trozo de túnica?
Si Zetsuo ofreciese la tela, el perro se entretendría para olfatearla durante unos segundos, luego alzaría el morro y, despacio, empezaría a rastrear olfateando el suelo.
—¡Por aquí! ¡Seguidme, de momento tengo el rastro claro! ¡Ha pasado por aquí!
—¿Por en medio de la arbolada? Los captores estaban de incógnito, así que dudo que haya tenido nada que ver con el señor feudal de este país, mamá, como tú sugeriste.
—Sí, porque... nos estamos adentrando en la isla.
El grupo siguió avanzando. Los árboles cada vez dejaban un respiro menor, entre tronco y tronco. Y la niebla se hacía más espesa...