13/12/2018, 21:00
(Última modificación: 13/12/2018, 21:00 por Aotsuki Ayame.)
Para alivio de Ayame, para desesperación de Kokuō, Amedama Daruu era un shinobi con buenos reflejos. Pese a su estupefacción, el muchacho movió el brazo rápidamente y ambos escucharon un chirrido metálico cuando el metal del kunai dio con otro metal que escondía bajo el brazo. Otro mecanismo oculto, probablemente. Tras el impacto, Daruu salió impulsado hacia atrás, con sus pies resbalando por la superficie del agua, y Kokuō saltó hacia atrás para situarse a unos cuatro metros de distancia del muchacho. El viento hizo ondear y alzó las cinco fracciones de su falda, un burlón simil a sus cinco colas perdidas.
—¡Eh, eh! ¿¡Pero qué haces!? —exclamó Daruu, claramente sorprendido ante lo repentino del ataque—. ¡Ayame! ¿Qué te pasa? ¿¡Qué te hemos hecho para que vuelvas a irte!? Ayame, resiste. Fíjate en tu reflejo, en el agua. Tus ojos. Está ocurriendo de nuevo. Juraste que no...
Lo sentía. Ayame se retorcía de puro dolor ante las palabras de su amado, pero eso era algo que Daruu no llegaría a ver jamás.
Pero Kokuō se limitó a entornar ligeramente los ojos. Alzó la barbilla, y le apuntó con el kunai que aún blandía en su mano.
—No. No soy Ayame —habló, y lo que escuchó Daruu fue una voz muy diferente a la que estaba acostumbrado a oír de los labios de la muchacha que creía conocer. Seguía siendo una voz femenina, pero era más adulta, más firme... y al mismo tiempo, y de alguna manera indescriptible, más inhumana—. Y será mejor que se olvide de ella, porque no va a volver.
Kokuō entrecerró aún más los ojos. Ayame se estaba resistiendo de una manera que no había visto en aquel largo mes. ¿Era aquel chico el que le daba aquellas fuerzas? Fuera como fuese, no serviría de nada. Ella tenía el control ahora. Y no había nada ni nadie que pudiera hacer nada para cambiar eso.
—Ahora le recomiendo que vuelva a su país, a su ciudad. No tiene nada que hacer aquí —culminó, y sus ojos adquirieron una mirada bestial, una mirada cargada de odio y de muerte acumulados.
—¡Eh, eh! ¿¡Pero qué haces!? —exclamó Daruu, claramente sorprendido ante lo repentino del ataque—. ¡Ayame! ¿Qué te pasa? ¿¡Qué te hemos hecho para que vuelvas a irte!? Ayame, resiste. Fíjate en tu reflejo, en el agua. Tus ojos. Está ocurriendo de nuevo. Juraste que no...
Lo sentía. Ayame se retorcía de puro dolor ante las palabras de su amado, pero eso era algo que Daruu no llegaría a ver jamás.
«No... Yo no... ¡No he sido yo esta vez! ¡Díselo, Kokuō! ¡Déjame hablar con él, por favor!»
Pero Kokuō se limitó a entornar ligeramente los ojos. Alzó la barbilla, y le apuntó con el kunai que aún blandía en su mano.
—No. No soy Ayame —habló, y lo que escuchó Daruu fue una voz muy diferente a la que estaba acostumbrado a oír de los labios de la muchacha que creía conocer. Seguía siendo una voz femenina, pero era más adulta, más firme... y al mismo tiempo, y de alguna manera indescriptible, más inhumana—. Y será mejor que se olvide de ella, porque no va a volver.
«¡¡¡NO!!!»
Kokuō entrecerró aún más los ojos. Ayame se estaba resistiendo de una manera que no había visto en aquel largo mes. ¿Era aquel chico el que le daba aquellas fuerzas? Fuera como fuese, no serviría de nada. Ella tenía el control ahora. Y no había nada ni nadie que pudiera hacer nada para cambiar eso.
—Ahora le recomiendo que vuelva a su país, a su ciudad. No tiene nada que hacer aquí —culminó, y sus ojos adquirieron una mirada bestial, una mirada cargada de odio y de muerte acumulados.