15/12/2018, 07:23
(Última modificación: 15/12/2018, 07:24 por Sagiso Ranko. Editado 1 vez en total.)
Eventualmente, Ranko llegó a una piedra a varios metros de distancia del punto donde se percibía algo de humo. La estructura rocosa la cubría por completo, y era perfecta para espiar. Se asomó con mucho cuidado y, apenas vio al chico de apariencia escandalosa, se ocultó de nuevo tras la roca. No parecía más que un chico entrenando.
"A menos que haya desintegrado a su oponente... Cosa que no creo... Tal vez."
La kunoichi no se animó a asomarse de nuevo. Con su costado contra la roca, se quedó pensativa. No sabía si era educado interrumpir a alguien que estaba acostado cerca de un minicráter humeante, posiblemente provocado por él mismo. Tal vez estaba esperando a alguien. O prefería estar solo. ¿Quién era Ranko para quitarle tal comodidad?
Entonces, la chica lo escuchó cantar. Inclinó la cabeza mientras lo escuchaba. La roca estaba lo suficientemente cerca de él como para poder oír la tonada con claridad, apenas apagada. Era una buena voz, o al menos así la consideraba Ranko. Una memoria le regresó a la cabeza justo cuando el chico terminó.
Entraba a su cuarto y, como si fuese una marioneta, guardaba cosas para su viaje de manera automática, como guiada por los hilos de alguien. Tal vez no lograba comprender del todo por qué su madre le había dicho eso: le dejaría ir a donde quisiera si lograba escapar de ella. Y no solo eso, el reto comenzaba a la de ya. ¿Qué estaba pensando Sagisō Komachi? Entre sus cosas, Ranko acomodó un paquete largo, envuelto en tela.
Fue ese mismo paquete que, de vuelta en el Valle, sacaba en silencio de su equipaje.
"Creo que sí sería algo maleducado ir a interrumpir a ese joven cantante solitario. Así que no hablaré."
Lo pensó por largos segundos, mientras sacaba de entre la tela del paquete una flauta de bambú, una shakuhachi. No parecía haber nadie más que escuchara el canto del peliazul, ni nadie que viera el rostro de Ranko ponerse de su ya típico color tomate. Ni, por lo visto, nadie más que la escuchara tocar. Llevó sus labios a la flauta y tocó. Su ejecución no fue perfecta, pero sí agradable. La apariencia del Valle le dio un aire de misticismo a la pieza.
Ranko no dejó de preguntarse por qué lo hacía. Tal vez porque la música era algo más profundo, y a la vez sencillo. Algo omnipresente que no seguía las mismas conveniencias que la legua hablada o escrita. Tal vez porque Ranko no tenía que hablar para hacerse escuchar, allí, entre la ruina, el agua y las rocas. Allí, lejos de casa.
"A menos que haya desintegrado a su oponente... Cosa que no creo... Tal vez."
La kunoichi no se animó a asomarse de nuevo. Con su costado contra la roca, se quedó pensativa. No sabía si era educado interrumpir a alguien que estaba acostado cerca de un minicráter humeante, posiblemente provocado por él mismo. Tal vez estaba esperando a alguien. O prefería estar solo. ¿Quién era Ranko para quitarle tal comodidad?
Entonces, la chica lo escuchó cantar. Inclinó la cabeza mientras lo escuchaba. La roca estaba lo suficientemente cerca de él como para poder oír la tonada con claridad, apenas apagada. Era una buena voz, o al menos así la consideraba Ranko. Una memoria le regresó a la cabeza justo cuando el chico terminó.
Entraba a su cuarto y, como si fuese una marioneta, guardaba cosas para su viaje de manera automática, como guiada por los hilos de alguien. Tal vez no lograba comprender del todo por qué su madre le había dicho eso: le dejaría ir a donde quisiera si lograba escapar de ella. Y no solo eso, el reto comenzaba a la de ya. ¿Qué estaba pensando Sagisō Komachi? Entre sus cosas, Ranko acomodó un paquete largo, envuelto en tela.
Fue ese mismo paquete que, de vuelta en el Valle, sacaba en silencio de su equipaje.
"Creo que sí sería algo maleducado ir a interrumpir a ese joven cantante solitario. Así que no hablaré."
Lo pensó por largos segundos, mientras sacaba de entre la tela del paquete una flauta de bambú, una shakuhachi. No parecía haber nadie más que escuchara el canto del peliazul, ni nadie que viera el rostro de Ranko ponerse de su ya típico color tomate. Ni, por lo visto, nadie más que la escuchara tocar. Llevó sus labios a la flauta y tocó. Su ejecución no fue perfecta, pero sí agradable. La apariencia del Valle le dio un aire de misticismo a la pieza.
Ranko no dejó de preguntarse por qué lo hacía. Tal vez porque la música era algo más profundo, y a la vez sencillo. Algo omnipresente que no seguía las mismas conveniencias que la legua hablada o escrita. Tal vez porque Ranko no tenía que hablar para hacerse escuchar, allí, entre la ruina, el agua y las rocas. Allí, lejos de casa.
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