16/12/2018, 18:17
Los matices vespertinos que anunciaban la escondida de un sol tenue y cansado inundaban el cielo. Tanto así le había llevado a los dos Cabeza de Dragón poder encontrar siquiera una nimia aproximación a un objetivo que cumpliera con las expectativas necesarias para tener el honor de suplantar al gran Tiburón de Amegakure en su muerte anunciada.
El grito de emoción, agudo y gentil, finalmente llamó la atención de ambos. Provenía de una inocente niña que aparentaba no más de cinco años, y a su lado; un muchacho que, por obras de destino, contaba con características físicas similares a las de Kaido. Kyūtsuki lo supo inmediatamente. Kaido, también.
Él era la presa perfecta.
El Kaido sin tatuaje, sin embargo, se lo hubiera pensado dos veces. No porque fuera más débil que aquel que ahora poseía la marca, sino que el gusto por la sangre no podía satisfacerse a costa de ciertas cosas. Hasta el mar mismo tenía sus leyes. Ahora, no obstante, la tranquilidad de Dragón Rojo dependía del tiempo que aquel subterfugio iba a ganarles. El de que encontraran su cadáver y pensaran que estaba muerto. No podía sentirse caprichoso durante aquella velada. Su mandíbula iba a caer, de igual forma, con todo el peso de su bestialidad sobre aquel muchacho aún y cuando no se lo mereciera.
—Hagámoslo rápido —sentenció—. encárgate tú de la cría.
El tiburón abandonó su escondrijo y avanzó, silencioso, rodeando la circunvalación del río. Hasta que sintió que era prudente aparecer al pescador por la espalda.
—¿Qué hacen dos jovencitos a estas horas tan cerca del río?
El grito de emoción, agudo y gentil, finalmente llamó la atención de ambos. Provenía de una inocente niña que aparentaba no más de cinco años, y a su lado; un muchacho que, por obras de destino, contaba con características físicas similares a las de Kaido. Kyūtsuki lo supo inmediatamente. Kaido, también.
Él era la presa perfecta.
El Kaido sin tatuaje, sin embargo, se lo hubiera pensado dos veces. No porque fuera más débil que aquel que ahora poseía la marca, sino que el gusto por la sangre no podía satisfacerse a costa de ciertas cosas. Hasta el mar mismo tenía sus leyes. Ahora, no obstante, la tranquilidad de Dragón Rojo dependía del tiempo que aquel subterfugio iba a ganarles. El de que encontraran su cadáver y pensaran que estaba muerto. No podía sentirse caprichoso durante aquella velada. Su mandíbula iba a caer, de igual forma, con todo el peso de su bestialidad sobre aquel muchacho aún y cuando no se lo mereciera.
—Hagámoslo rápido —sentenció—. encárgate tú de la cría.
El tiburón abandonó su escondrijo y avanzó, silencioso, rodeando la circunvalación del río. Hasta que sintió que era prudente aparecer al pescador por la espalda.
—¿Qué hacen dos jovencitos a estas horas tan cerca del río?