21/12/2018, 22:25
(Última modificación: 3/01/2019, 00:02 por Sagiso Ranko. Editado 1 vez en total.)
Ranko quiso por un momento cerrar los ojos y concentrarse en la voz de Kiyomi, pero sus movimientos acompañaban a la poesía tan perfectamente que le fue imposible deslindar uno del otro.
No solo las palabras iluminaron e inspiraron a toda la audiencia, el cuerpo mismo de la poetisa se convirtió en parte de la obra. Era como ver música y escuchar pintura. La fémina había puesto a todos a sus pies, enamorando sus espíritus. Kiyomi no estaba haciendo arte. Kiyomi, por la duración de su acto, se transformó en arte.
Ranko, por su parte, aunque luego pensaría que muchos más se sentían así, se vio profundamente movida por Kiyomi. Hacía mucho que no escuchaba poesía, pues la mayoría del tiempo solo la había leído. En ese momento comprendió que tal noble arte iba más allá de la métrica y la rima, incluso más allá de un hermoso mensaje o una historia conmovedora. La actuación, los movimientos, la voz, el tono, la actitud al declamar. Como un universo teatral en miniatura, que se expande con velocidad infinita al primer movimiento y a la primera palabra, y se contrae devastadoramente con el último verso.
Sabía que debía de aplaudir al finalizar una presentación o evento, pero aun si todos lo hacían, Ranko no podría. Había llevado sus palmas a su rostro, cubriendo sus labios con las yemas de sus dedos. La luz bailaba en sus ojos a como lo hace en el rocío de la mañana. Ya no estaba ruborizada. Su corazón se encontraba tranquilo. La multitud había desaparecido. Solo quedaron, por un inmenso instante, la poesía humana en el escenario, vestida elegantemente, y la tímida kunoichi, quien ya no se imaginaba como la princesa conejo, sino que se veía reducida a un gazapo, diminuto, tierno, en casa.
Hubo silencio después, al menos a los oídos de Ranko, así como en su mente, como si lo recién acabado hubiese sido una vida, y no un poema.
No solo las palabras iluminaron e inspiraron a toda la audiencia, el cuerpo mismo de la poetisa se convirtió en parte de la obra. Era como ver música y escuchar pintura. La fémina había puesto a todos a sus pies, enamorando sus espíritus. Kiyomi no estaba haciendo arte. Kiyomi, por la duración de su acto, se transformó en arte.
Ranko, por su parte, aunque luego pensaría que muchos más se sentían así, se vio profundamente movida por Kiyomi. Hacía mucho que no escuchaba poesía, pues la mayoría del tiempo solo la había leído. En ese momento comprendió que tal noble arte iba más allá de la métrica y la rima, incluso más allá de un hermoso mensaje o una historia conmovedora. La actuación, los movimientos, la voz, el tono, la actitud al declamar. Como un universo teatral en miniatura, que se expande con velocidad infinita al primer movimiento y a la primera palabra, y se contrae devastadoramente con el último verso.
Sabía que debía de aplaudir al finalizar una presentación o evento, pero aun si todos lo hacían, Ranko no podría. Había llevado sus palmas a su rostro, cubriendo sus labios con las yemas de sus dedos. La luz bailaba en sus ojos a como lo hace en el rocío de la mañana. Ya no estaba ruborizada. Su corazón se encontraba tranquilo. La multitud había desaparecido. Solo quedaron, por un inmenso instante, la poesía humana en el escenario, vestida elegantemente, y la tímida kunoichi, quien ya no se imaginaba como la princesa conejo, sino que se veía reducida a un gazapo, diminuto, tierno, en casa.
Hubo silencio después, al menos a los oídos de Ranko, así como en su mente, como si lo recién acabado hubiese sido una vida, y no un poema.
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