14/01/2019, 22:37
Trac, trac. Trac, trac. Trac, trac. Hanabi descargaba su ansiedad sacudiendo el bote con pastillas que llevaba en el bolsillo. Y, con cada sonido que se producía al entrechocarse las pastillas, sentía la mirada desaprobatoria de Katsudon en la nuca.
Hanabi, en realidad, le había dado la razón al Akimichi: debía de dejar de tomarlas. De hecho, no había engullido ninguna desde el trágico incidente en su edificio. Ni siquiera hoy, por más que las llevase consigo como medida preventiva. Porque, aquel día, era un caso excepcional. Uno en el que, preveía, sus picos de ansiedad escalarían a máximos nunca vistos.
No era para menos, pues en pocas horas se decidiría el rumbo que tomaría Oonindo. Ya de camino a la reunión, sentía el peso de toda una nación sobre sus hombros. De sus habitantes. De sus ninjas. Un paso en falso, una mala palabra, y las vidas de muchos de ellos podrían colgar de un hilo. Una mala decisión, y lo que ahora parecía una amenaza lejana podía convertirse en realidad: el Imperio de Kurama, subyugando a todo ser humano.
Solo porque él no había sentado las bases para una buena defensa.
Solo porque él no había sabido formar los lazos necesarios con el resto de Villas.
Solo porque él no había estado a la altura.
Solo porque él no había correspondido la confianza que sus ninjas depositaron en él con decisiones sabias.
Joder, y eso que todavía no había visto a Amekoro Yui. Quizá una pastillita no le vendría mal, después de todo…
—Ya estamos llegando —dijo Katsudon, como si le hubiese leído la mente y quisiese quitarle aquella idea de la cabeza.
Hanabi se detuvo. Al frente, tras un largo camino a la sombra de altas ramas que se entremezclaban por encima de sus cabezas formando una especie de bóveda verde, marrón y azul, se encontraba el templo donde se debían reunir. Echó la cabeza hacia atrás y tomó aire del cielo, y pensó en Shiona. Su maestra. Su mentor. Una ráfaga de viento le empujó hacia adelante.
Sonrió. Quitó las manos de los bolsillos y retomó la marcha.
—Recordad lo hablado —avisó. Katsudon y la ANBU, una mujer de cabellos largos y rojos, asintieron.
Cuando Hanabi entró al templo, se encontró a Yui, sentada y aguardando ya al resto, junto a un ANBU y Shanise. Kenzou todavía no se había presentado.
—Es un placer conocerla al fin en persona, Yui-dono —saludó, formal—. Shanise-san, hola de nuevo —dijo, antes de sentarse en el asiento que le correspondía, seguido muy de cerca por sus dos ninjas de confianza.
Cabe decir que las quemaduras sufridas en su propio edificio tratando de rescatar a Uchiha Akame habían curado bien, y su cabello volvía a irradiar los mismos destellos dorados que el cauce de un río reflejando la luz del sol.
Hanabi, en realidad, le había dado la razón al Akimichi: debía de dejar de tomarlas. De hecho, no había engullido ninguna desde el trágico incidente en su edificio. Ni siquiera hoy, por más que las llevase consigo como medida preventiva. Porque, aquel día, era un caso excepcional. Uno en el que, preveía, sus picos de ansiedad escalarían a máximos nunca vistos.
No era para menos, pues en pocas horas se decidiría el rumbo que tomaría Oonindo. Ya de camino a la reunión, sentía el peso de toda una nación sobre sus hombros. De sus habitantes. De sus ninjas. Un paso en falso, una mala palabra, y las vidas de muchos de ellos podrían colgar de un hilo. Una mala decisión, y lo que ahora parecía una amenaza lejana podía convertirse en realidad: el Imperio de Kurama, subyugando a todo ser humano.
Solo porque él no había sentado las bases para una buena defensa.
Solo porque él no había sabido formar los lazos necesarios con el resto de Villas.
Solo porque él no había estado a la altura.
Solo porque él no había correspondido la confianza que sus ninjas depositaron en él con decisiones sabias.
Joder, y eso que todavía no había visto a Amekoro Yui. Quizá una pastillita no le vendría mal, después de todo…
—Ya estamos llegando —dijo Katsudon, como si le hubiese leído la mente y quisiese quitarle aquella idea de la cabeza.
Hanabi se detuvo. Al frente, tras un largo camino a la sombra de altas ramas que se entremezclaban por encima de sus cabezas formando una especie de bóveda verde, marrón y azul, se encontraba el templo donde se debían reunir. Echó la cabeza hacia atrás y tomó aire del cielo, y pensó en Shiona. Su maestra. Su mentor. Una ráfaga de viento le empujó hacia adelante.
Sonrió. Quitó las manos de los bolsillos y retomó la marcha.
—Recordad lo hablado —avisó. Katsudon y la ANBU, una mujer de cabellos largos y rojos, asintieron.
Cuando Hanabi entró al templo, se encontró a Yui, sentada y aguardando ya al resto, junto a un ANBU y Shanise. Kenzou todavía no se había presentado.
—Es un placer conocerla al fin en persona, Yui-dono —saludó, formal—. Shanise-san, hola de nuevo —dijo, antes de sentarse en el asiento que le correspondía, seguido muy de cerca por sus dos ninjas de confianza.
Cabe decir que las quemaduras sufridas en su propio edificio tratando de rescatar a Uchiha Akame habían curado bien, y su cabello volvía a irradiar los mismos destellos dorados que el cauce de un río reflejando la luz del sol.