20/01/2019, 19:13
Lo que sucedería en los siguientes minutos quedaría grabado en la retina de muchos de los allí presentes durante mucho, mucho tiempo.
Yui estalló en cólera, encarnando a la misma tormenta que daba nombre a su país. Su rostro adquirió todas las tonalidades conocidas por la ira: desde el blanco fantasmal hasta el asfixiante púrpura; golpeó la mesa con sus puños, una y otra vez; gritó con toda la fuerza de sus pulmones...
Y entonces dio la negociación por finalizada.
Kenzou lanzó un largo suspiro y negó con la cabeza, decepcionado. Kurama, los Generales, sus jinchuriki... ¡La amenaza a la que se estaban enfrentando eran mucho más importantes que aquellas niñerías!
Pero entonces llegó la siguiente sorpresa: Shanise, la subalterna de Amekoro Yui, se enfrentó a ella. Se enfrentó a sus órdenes y se negó a acatarlas. Aquello no era algo que se viera todos los días... Aquello no era algo que cualquiera pudiera permitirse.
«Interesante...» Pensó el Morikage, ladeando la cabeza mientras observa la electrizante tensión entre ambas mujeres.
La Arashikage había tomado a Shanise por la ropa y la había alzado varios centímetros por encima del suelo. Ninguno de los subordinados de Kenzou, ni él mismo, movió un dedo para evitarlo. Y al final, como colofón final de aquella traca de sorpresas, tras un fugaz gesto de cariño Yui le cedió el mando a Shanise, que ocupó su puesto en la reunión sentándose en el banco de piedra destinado a la propia líder.
Ni que decir tiene que aquella escena había dejado a todos los presentes con los ojos abiertos como platos.
Y las negociaciones se cerraron de forma definitiva: Hanabi ayudaría a revertir el sello de Ayame a cambio de Watasashi Aiko. Kenzou se mesó la perilla, inseguro ante aquel acuerdo. Después de todo Amegakure estaba ofreciendo a una kunoichi inmortal. Por mucho que aquella muchacha no hubiera destacado en el Torneo de los Dojos (más allá de su esperpéntica demostración de locura), un correcto entrenamiento podría convertirla en un arma terrorífica a tener en cuenta. Con algo así, más valía no tener a Uzushiogakure como enemiga.
—Cuanto antes pasemos a ese terreno mejor. El pobre Kenzou-dono debe de estar aburriéndose —culminó Shanise.
Y el hombre apartó la mano de su rostro para sacudirla en el aire.
—¡Oh, no se preocupen por mí! Esto se estaba poniendo realmente interesante —Lanzó una risilla, mientras levantaba la taza de té para terminar con su contenido. Entonces la dejó sobre la mesa, ya vacía, y entrelazó los dedos sobre ella—. Pero tienen razón, tenemos un asunto verdaderamente peliagudo entre manos: El Pacto de las Tres Grandes, los Ocho Generales y Kurama.
»Es de sentido común, pero ahora tenemos que estar más unidos que nunca. Por mucho que las rencillas entre aldeas nos tienen con separarnos —añadió, dirigiendo la mirada hacia Yui y Hanabi—. Tenemos que ser como un hormiguero, una red de información. Cualquier mínimo detalle sobre ese Kurama o los Ocho Generales deberá ser informado de inmediato al resto de aldeas. Por lo poco que sabemos, no sólo los jinchuriki corren peligro, sino todos nosotros.
Yui estalló en cólera, encarnando a la misma tormenta que daba nombre a su país. Su rostro adquirió todas las tonalidades conocidas por la ira: desde el blanco fantasmal hasta el asfixiante púrpura; golpeó la mesa con sus puños, una y otra vez; gritó con toda la fuerza de sus pulmones...
Y entonces dio la negociación por finalizada.
Kenzou lanzó un largo suspiro y negó con la cabeza, decepcionado. Kurama, los Generales, sus jinchuriki... ¡La amenaza a la que se estaban enfrentando eran mucho más importantes que aquellas niñerías!
Pero entonces llegó la siguiente sorpresa: Shanise, la subalterna de Amekoro Yui, se enfrentó a ella. Se enfrentó a sus órdenes y se negó a acatarlas. Aquello no era algo que se viera todos los días... Aquello no era algo que cualquiera pudiera permitirse.
«Interesante...» Pensó el Morikage, ladeando la cabeza mientras observa la electrizante tensión entre ambas mujeres.
La Arashikage había tomado a Shanise por la ropa y la había alzado varios centímetros por encima del suelo. Ninguno de los subordinados de Kenzou, ni él mismo, movió un dedo para evitarlo. Y al final, como colofón final de aquella traca de sorpresas, tras un fugaz gesto de cariño Yui le cedió el mando a Shanise, que ocupó su puesto en la reunión sentándose en el banco de piedra destinado a la propia líder.
Ni que decir tiene que aquella escena había dejado a todos los presentes con los ojos abiertos como platos.
Y las negociaciones se cerraron de forma definitiva: Hanabi ayudaría a revertir el sello de Ayame a cambio de Watasashi Aiko. Kenzou se mesó la perilla, inseguro ante aquel acuerdo. Después de todo Amegakure estaba ofreciendo a una kunoichi inmortal. Por mucho que aquella muchacha no hubiera destacado en el Torneo de los Dojos (más allá de su esperpéntica demostración de locura), un correcto entrenamiento podría convertirla en un arma terrorífica a tener en cuenta. Con algo así, más valía no tener a Uzushiogakure como enemiga.
—Cuanto antes pasemos a ese terreno mejor. El pobre Kenzou-dono debe de estar aburriéndose —culminó Shanise.
Y el hombre apartó la mano de su rostro para sacudirla en el aire.
—¡Oh, no se preocupen por mí! Esto se estaba poniendo realmente interesante —Lanzó una risilla, mientras levantaba la taza de té para terminar con su contenido. Entonces la dejó sobre la mesa, ya vacía, y entrelazó los dedos sobre ella—. Pero tienen razón, tenemos un asunto verdaderamente peliagudo entre manos: El Pacto de las Tres Grandes, los Ocho Generales y Kurama.
»Es de sentido común, pero ahora tenemos que estar más unidos que nunca. Por mucho que las rencillas entre aldeas nos tienen con separarnos —añadió, dirigiendo la mirada hacia Yui y Hanabi—. Tenemos que ser como un hormiguero, una red de información. Cualquier mínimo detalle sobre ese Kurama o los Ocho Generales deberá ser informado de inmediato al resto de aldeas. Por lo poco que sabemos, no sólo los jinchuriki corren peligro, sino todos nosotros.