27/01/2019, 01:58
A Yui le había dolido el golpe, sí. Hasta se le había puesto la mano roja e hinchada. Pero, ¿a Hanabi? Hanabi sintió tal latigazo que creyó que le habían roto un par de huesos. Nunca había sido famoso por saber aguantar bien los golpes, y aquel había sido un señor golpetazo. De hecho, los que mejor le conocían sabían que siempre había sufrido de una fragilidad física alarmante, impropia de un Kage.
Por si acaso, y porque conocía su cuerpo, dejó la mano quietecita, no fuese a empeorar una posible fractura.
Yui seguía a lo suyo, gritando y viniéndose cada vez más arriba. Subiéndose a la mesa de un salto. Alzando el puño al cielo. A Shiona. A Shiomaru. A Riona. A Kouta. Había un sentimiento con el que lo decía, un carisma más allá de cualquier descripción lógica, capaz de arrastrar a masas hasta la mismísima muerte, de ser necesario. De hecho, ¿qué coño?
Pero, ¿¡qué coño!?
—¡¡SÍ, JODER, SÍ!! —rugió Hanabi, contagiándose por la euforia. Había sufrido de tanta ansiedad por aquel momento, le habían consumido tanto los nervios por aquella negociación y las consecuencias que traerían, que aquel momento fue su liberación.
Oh, si Shiona pudiese verle…
—¡Ha-hanabi-sama! —exclamó Katsudon, alarmado.
—¡¡Por la mayor Alianza que Oonindo ha visto en su historia!! —gritó, alzando el puño al cielo—. ¡¡Por una nueva era!! ¡¡¡POR LAS TRES GRANDES!!!
—¡¡Hanabi-sama!!
—¡Yui-dono! —le llamó Hanabi, y cuando ella le mirase a los ojos, últimamente apagados y hasta hastiados por la vida, vería en ellos la llama de una vela desbocándose hasta irradiar la fuerza de un sol—. ¡Qué coño, hace tiempo que no tengo un combate a la altura! —Y los Dioses sabían que hacía tiempo que se moría por uno—. ¡Cuando hayamos acabado con Kurama y sus perros, aceptaré con gusto ese sparring que me propusiste!
—¡Hanabi-sama, por favor!
—Por los Dioses, Katsudon, ¿qué ocurre?
A Katsudon la idea del combate no le parecía buena. De hecho, pensaba que era pésima. Un riesgo innecesario e impropio de alguien que carga con la responsabilidad de toda una Villa. Pero en aquel momento había otra cosa que le preocupaba con más urgencia.
—Por favor… conténgase un poco.
Fue entonces cuando Hanabi se dio cuenta.
—Oh, no… —Se puso pálido como un muerto—. ¡Oh, no! —volvió a exclamar, esta vez llevándose las manos a la cabeza, cuando miró a su alrededor. Los bancos de piedra, la mesa, el mismísimo suelo… todos partidos por enormes fisuras. ¡Incluso había un cráter bajo sus pies!—. El Juuchin me va a querer matar…
Qué desastre… ¡Qué desastre! ¿¡Cómo le podía pasar dos veces en un mismo día!? ¡Y dentro de Hokutōmori, nada menos! Introdujo una mano en el bolsillo y se la llevó a la boca. Tres pastillas tragadas de una sentada. «Qué mal... ¡Qué mal!»
Por si acaso, y porque conocía su cuerpo, dejó la mano quietecita, no fuese a empeorar una posible fractura.
Yui seguía a lo suyo, gritando y viniéndose cada vez más arriba. Subiéndose a la mesa de un salto. Alzando el puño al cielo. A Shiona. A Shiomaru. A Riona. A Kouta. Había un sentimiento con el que lo decía, un carisma más allá de cualquier descripción lógica, capaz de arrastrar a masas hasta la mismísima muerte, de ser necesario. De hecho, ¿qué coño?
Pero, ¿¡qué coño!?
—¡¡SÍ, JODER, SÍ!! —rugió Hanabi, contagiándose por la euforia. Había sufrido de tanta ansiedad por aquel momento, le habían consumido tanto los nervios por aquella negociación y las consecuencias que traerían, que aquel momento fue su liberación.
Oh, si Shiona pudiese verle…
—¡Ha-hanabi-sama! —exclamó Katsudon, alarmado.
—¡¡Por la mayor Alianza que Oonindo ha visto en su historia!! —gritó, alzando el puño al cielo—. ¡¡Por una nueva era!! ¡¡¡POR LAS TRES GRANDES!!!
—¡¡Hanabi-sama!!
—¡Yui-dono! —le llamó Hanabi, y cuando ella le mirase a los ojos, últimamente apagados y hasta hastiados por la vida, vería en ellos la llama de una vela desbocándose hasta irradiar la fuerza de un sol—. ¡Qué coño, hace tiempo que no tengo un combate a la altura! —Y los Dioses sabían que hacía tiempo que se moría por uno—. ¡Cuando hayamos acabado con Kurama y sus perros, aceptaré con gusto ese sparring que me propusiste!
—¡Hanabi-sama, por favor!
—Por los Dioses, Katsudon, ¿qué ocurre?
A Katsudon la idea del combate no le parecía buena. De hecho, pensaba que era pésima. Un riesgo innecesario e impropio de alguien que carga con la responsabilidad de toda una Villa. Pero en aquel momento había otra cosa que le preocupaba con más urgencia.
—Por favor… conténgase un poco.
Fue entonces cuando Hanabi se dio cuenta.
—Oh, no… —Se puso pálido como un muerto—. ¡Oh, no! —volvió a exclamar, esta vez llevándose las manos a la cabeza, cuando miró a su alrededor. Los bancos de piedra, la mesa, el mismísimo suelo… todos partidos por enormes fisuras. ¡Incluso había un cráter bajo sus pies!—. El Juuchin me va a querer matar…
Qué desastre… ¡Qué desastre! ¿¡Cómo le podía pasar dos veces en un mismo día!? ¡Y dentro de Hokutōmori, nada menos! Introdujo una mano en el bolsillo y se la llevó a la boca. Tres pastillas tragadas de una sentada. «Qué mal... ¡Qué mal!»