27/02/2019, 13:13
Él se apartó, encogiéndose de hombros y alzando las manos en un gesto que pretendía ser tranquilizador.
—Tranquila, tranquila —rio—. Parece mentira que pienses que yo podría hacer algo. Sólo opino, así, entre tú y yo. Soy un Amedama. Tenemos la lealtad metida hasta la médula —añadió, golpeándose en el pecho con el dedo pulgar.
Pero Ayame entrecerró los ojos.
—Eso es, precisamente, lo que me preocupa —replicó, pensando en lo arrojado del carácter de su madre o en el momento en el que Daruu había intentado acuchillar a Uchiha Akame por la espalda.
Daruu le ofreció la mano, y ella la aceptó sin ningún tipo de reparo.
—¿Seguimos paseando? —le dijo, pero entonces ahogó un grito y señaló al otro lado de la plaza. Y cuando Ayame siguió su dedo con la mirada vio a lo lejos un carrito lleno de colores rosas y azules brillantes que vendía lo que parecían ser...—: ¡Eh, mira, Ayame! ¡Algodón de azúcar! Nunca lo he probado, ¿podemos, podemos? —preguntó, como un niño pequeño, y Ayame no pudo evitar reírse ante la inusual muestra de ilusión de su pareja.
Sin embargo, sus ojos castaños brillaban con la misma fuerza cuando ella misma respondió:
—¡Sí! ¡Yo también quería probarlos desde hacía mucho tiempo! —Para dos Amejines, que provenían de un lugar siempre húmedo, siempre mojado, la presencia de unos algodones de azúcar era tan exótica como ver palmeras en la nieve. Después de todo, el azúcar no era amiga del agua...—. ¡Vamos, vamos! —exclamó Ayame, tirando del brazo de Daruu con fuerza.
—Tranquila, tranquila —rio—. Parece mentira que pienses que yo podría hacer algo. Sólo opino, así, entre tú y yo. Soy un Amedama. Tenemos la lealtad metida hasta la médula —añadió, golpeándose en el pecho con el dedo pulgar.
Pero Ayame entrecerró los ojos.
—Eso es, precisamente, lo que me preocupa —replicó, pensando en lo arrojado del carácter de su madre o en el momento en el que Daruu había intentado acuchillar a Uchiha Akame por la espalda.
Daruu le ofreció la mano, y ella la aceptó sin ningún tipo de reparo.
—¿Seguimos paseando? —le dijo, pero entonces ahogó un grito y señaló al otro lado de la plaza. Y cuando Ayame siguió su dedo con la mirada vio a lo lejos un carrito lleno de colores rosas y azules brillantes que vendía lo que parecían ser...—: ¡Eh, mira, Ayame! ¡Algodón de azúcar! Nunca lo he probado, ¿podemos, podemos? —preguntó, como un niño pequeño, y Ayame no pudo evitar reírse ante la inusual muestra de ilusión de su pareja.
Sin embargo, sus ojos castaños brillaban con la misma fuerza cuando ella misma respondió:
—¡Sí! ¡Yo también quería probarlos desde hacía mucho tiempo! —Para dos Amejines, que provenían de un lugar siempre húmedo, siempre mojado, la presencia de unos algodones de azúcar era tan exótica como ver palmeras en la nieve. Después de todo, el azúcar no era amiga del agua...—. ¡Vamos, vamos! —exclamó Ayame, tirando del brazo de Daruu con fuerza.