22/03/2019, 16:31
Tanzaku Gai, capital del País del Fuego. Algo debía de atarla a aquella ciudad: destino, hados... o los lazos que tenía allí. Ya había sido varias veces las que había viajado hasta allí, y, pese a todo, nunca podría llegar a asegurar que conocía sus calles a la perfección. Y es que, una de las cosas que más le gustaban de aquella ciudad, era que siempre se encontraba algo nuevo: la primera vez fue el concurso de karaoke, la segunda vez volvió a reencontrarse con Uzumaki Eri, y en aquella ocasión...
«¿Un espectáculo de magia?» Se preguntó Ayame, mientras sus ojos recorrían las letras del cartel que anunciaban por todo lo alto la llegada de la compañía de un tal "Don Prodigio".
Fue entonces cuando la voz de Kokuō inundó sus pensamientos.
Ayame ladeó la cabeza a un lado y a otro, pensativa. Si le hubiesen hecho esa misma pregunta un año atrás, quizás la respuesta habría sido diferente, muy diferente. Pero había sufrido tantos engaños que su inocente candidez había sido recubierta de acero. Golpe a golpe, en una fragua que ahora le obligaba a buscar siempre las explicaciones racionales detrás de cada acontecimiento.
«Pienso que debe tratarse de trucos con artes ninja. No se me ocurre otra manera.»
Aún así, se decidió a ir. Quería ver con sus propios ojos aquel supuesto espectáculo de magia, estudiar sus entresijos, intentar mirar más allá de aquellos trucos. De todas maneras, no tenía nada mejor que hacer y era un día espléndido como para no disfrutarlo: los rayos del sol de la primavera acariciaban su rostro pálido y la brisa enredaba sus cabellos de ébano tras su espalda dibujando nuevas ondulaciones tras de ella. El aire olía a festividad y a la comida de los puestos más cercanos. Comenzó a tener hambre, aunque aún quedaba lejos la hora de comer. Por ello, se alejó de aquellos tentadores puestos y se encaminó hacia la Plaza del Mercado. Tuvo que preguntar a un par de personas para encontrar el camino, pero, más allá de aquellas breves interrupciones, no tuvo ningún problema para encontrarla. Para cuando llegó, desgraciadamente y tal y como esperaba tratándose de un evento así, ya había una buena multitud congregada en torno al escenario de madera que habían alzado en un extremo de la plaza. Pero, lógicamente, Don Prodigio y su banda no eran los únicos que estaban haciendo negocios en el lugar. Una gran cantidad de comerciantes y otros con mercancía más humilde e incluso denominada "milagrosa" por ellos mismos, se distribuían por los alrededores, tratando de captar la atención de posibles clientes.
Y Ayame no fue una excepción.
—Señorita, ¿querría una talla? —Un hombre delgaducho y de voz ronca se había acercado a ella, con paso desgarbado y dando tumbos, y su primera reacción fue dar un paso atrás, sobresaltada. Llevaba un kasa de paja bien ceñido a la cabeza y aquello, sumado a que apenas levantaba la mirada del suelo, hacía muy difícil ver su rostro, aunque varios mechones de pelo oscuro se escapaban, enmarañándose sobre su cuello y sus hombros—. Esta representa un delfín, un curioso mamífero que vive en el agua y... —comenzó a decir, tendiéndole una pequeña escultura tallada en madera, pero se interrumpió a mitad de explicación—. Son sólo cinco ryos, señorita.
—Y... yo... —respondió ella, removiéndose con cierta incomodidad. ¡Maldita sea! ¿Por qué le tenían que pasar a ella esas cosas? ¡No se le daba nada bien tratar con gente de la calle! Pero después de mirarle una última vez, su aspecto pordiosero suplicante, suspiró por la nariz y se llevó una mano al bolsillo para tenderle una moneda de cinco ryo—. Aquí tienes.
«¿Un espectáculo de magia?» Se preguntó Ayame, mientras sus ojos recorrían las letras del cartel que anunciaban por todo lo alto la llegada de la compañía de un tal "Don Prodigio".
Fue entonces cuando la voz de Kokuō inundó sus pensamientos.
«¿La señorita cree en la magia?»
Ayame ladeó la cabeza a un lado y a otro, pensativa. Si le hubiesen hecho esa misma pregunta un año atrás, quizás la respuesta habría sido diferente, muy diferente. Pero había sufrido tantos engaños que su inocente candidez había sido recubierta de acero. Golpe a golpe, en una fragua que ahora le obligaba a buscar siempre las explicaciones racionales detrás de cada acontecimiento.
«Pienso que debe tratarse de trucos con artes ninja. No se me ocurre otra manera.»
Aún así, se decidió a ir. Quería ver con sus propios ojos aquel supuesto espectáculo de magia, estudiar sus entresijos, intentar mirar más allá de aquellos trucos. De todas maneras, no tenía nada mejor que hacer y era un día espléndido como para no disfrutarlo: los rayos del sol de la primavera acariciaban su rostro pálido y la brisa enredaba sus cabellos de ébano tras su espalda dibujando nuevas ondulaciones tras de ella. El aire olía a festividad y a la comida de los puestos más cercanos. Comenzó a tener hambre, aunque aún quedaba lejos la hora de comer. Por ello, se alejó de aquellos tentadores puestos y se encaminó hacia la Plaza del Mercado. Tuvo que preguntar a un par de personas para encontrar el camino, pero, más allá de aquellas breves interrupciones, no tuvo ningún problema para encontrarla. Para cuando llegó, desgraciadamente y tal y como esperaba tratándose de un evento así, ya había una buena multitud congregada en torno al escenario de madera que habían alzado en un extremo de la plaza. Pero, lógicamente, Don Prodigio y su banda no eran los únicos que estaban haciendo negocios en el lugar. Una gran cantidad de comerciantes y otros con mercancía más humilde e incluso denominada "milagrosa" por ellos mismos, se distribuían por los alrededores, tratando de captar la atención de posibles clientes.
Y Ayame no fue una excepción.
—Señorita, ¿querría una talla? —Un hombre delgaducho y de voz ronca se había acercado a ella, con paso desgarbado y dando tumbos, y su primera reacción fue dar un paso atrás, sobresaltada. Llevaba un kasa de paja bien ceñido a la cabeza y aquello, sumado a que apenas levantaba la mirada del suelo, hacía muy difícil ver su rostro, aunque varios mechones de pelo oscuro se escapaban, enmarañándose sobre su cuello y sus hombros—. Esta representa un delfín, un curioso mamífero que vive en el agua y... —comenzó a decir, tendiéndole una pequeña escultura tallada en madera, pero se interrumpió a mitad de explicación—. Son sólo cinco ryos, señorita.
—Y... yo... —respondió ella, removiéndose con cierta incomodidad. ¡Maldita sea! ¿Por qué le tenían que pasar a ella esas cosas? ¡No se le daba nada bien tratar con gente de la calle! Pero después de mirarle una última vez, su aspecto pordiosero suplicante, suspiró por la nariz y se llevó una mano al bolsillo para tenderle una moneda de cinco ryo—. Aquí tienes.
«Siempre os ha podido la compasión... Señorita.»