30/03/2019, 20:48
Y entonces sí, los aplausos inundaron al público. Incluso los que se habían mostrado reticentes con el primer número no podían negar la impresionante genialidad de aquel, pues las dos Ayames habían lucido auténticamente reales. Lo que aquellos espectadores ignoraban, claro está, es que realmente había habido dos muchachas allí, sobre el escenario. Pero ese era un secreto que —a discreción de la propia Ayame— jamás conocerían. Don Prodigio por su parte se hallaba exultante, realizando floridas reverencias y vaivenes con su capa roja mientras se paseaba por el escenario y recogía lo que él interpretaba como los merecidos frutos de su trabajo; el hecho de que Ayame hubiese sido la verdadera protagonista y causante del éxito de aquellos números era algo que él desconocía, y ni aun cuando lo supiera servirían para restarle un ápice de soberbia al prestidigitador.
—¡Gracias, gracias mi estimado público! ¡Esto ha sido todo por este mediodía, no se olviden de contárselo a sus familiares, amigos, parejas, mascotas, incluso a sus enemigos! ¡Todos merecen ser testigos de la grandeza del mejor mago que haya caminado nunca por la faz de Oonindo, Don Prodigio! ¡Esta misma tarde, a las cinco, habrá un nuevo número!
Los aplausos se alargaron durante algunos minutos en los que el mago se regaló a sí mismo un buen baño de "masas", por así decirlo. Luego, la gente empezó a dispersarse y acudir a otros asuntos. En ese momento los ayudantes comenzaron a recoger todo el mobiliario, no sin antes haber invitado a la joven Ayame a que bajase del mismo. Mientras, la chica de ojos de fuego iba pasando una cajita muy ornamentada, de madera negra y ribetes dorados, en la que muchos espectadores iban depositando "la voluntad"; monedas y billetes de valor muy variado que constituían los únicos ingresos de la compañía por aquella actuación.
Con aquella parte de la plaza más despejada, Ayame pudo ver a todos los miembros de la Compañía de Don Prodigio en su esplendor. Los dos ayudantes, que habían bajado ambos armarios. La chica de ojos anaranjados, que acababa de cerrar la cajita del dinero con un pequeño candado cuya llave guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta sin mangas, y un hombre de enorme tamaño y rostro bobalicón que permanecía de pie junto al enorme carromato que servía a aquellos artistas itinerantes de hogar y transporte. Don Prodigio, por su parte, se había despojado de su capa roja y —tras guardarla cuidadosamente en su pequeño maletín— se había servido un buen copazo de brandy.
—¡Eh, oye! —alguien llamó la atención de Ayame; la chica de ojos de fuego—. Creo que toda la compañía te debe un agradecimiento. Sin ti, este espectáculo habría sido desastroso... Más o menos como todos los anteriores —admitó de mala gana.
La joven debía tener unos cuantos años más que Ayame —por su aspecto rondaba la veintena—, era de figura atlética, piel mulata y cabello corto. Vestía con sencillez unos pantalones bombachos de color arena, una camiseta lila que no le llegaba hasta el ombligo y sobre ésta una chaqueta sin mangas de color marrón plagada de bolsillos.
—Ryuka —se presentó, y luego añadió con una sonrisa exultante—. ¿Cómo te llamas, kunoichi-san?
—¡Gracias, gracias mi estimado público! ¡Esto ha sido todo por este mediodía, no se olviden de contárselo a sus familiares, amigos, parejas, mascotas, incluso a sus enemigos! ¡Todos merecen ser testigos de la grandeza del mejor mago que haya caminado nunca por la faz de Oonindo, Don Prodigio! ¡Esta misma tarde, a las cinco, habrá un nuevo número!
Los aplausos se alargaron durante algunos minutos en los que el mago se regaló a sí mismo un buen baño de "masas", por así decirlo. Luego, la gente empezó a dispersarse y acudir a otros asuntos. En ese momento los ayudantes comenzaron a recoger todo el mobiliario, no sin antes haber invitado a la joven Ayame a que bajase del mismo. Mientras, la chica de ojos de fuego iba pasando una cajita muy ornamentada, de madera negra y ribetes dorados, en la que muchos espectadores iban depositando "la voluntad"; monedas y billetes de valor muy variado que constituían los únicos ingresos de la compañía por aquella actuación.
Con aquella parte de la plaza más despejada, Ayame pudo ver a todos los miembros de la Compañía de Don Prodigio en su esplendor. Los dos ayudantes, que habían bajado ambos armarios. La chica de ojos anaranjados, que acababa de cerrar la cajita del dinero con un pequeño candado cuya llave guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta sin mangas, y un hombre de enorme tamaño y rostro bobalicón que permanecía de pie junto al enorme carromato que servía a aquellos artistas itinerantes de hogar y transporte. Don Prodigio, por su parte, se había despojado de su capa roja y —tras guardarla cuidadosamente en su pequeño maletín— se había servido un buen copazo de brandy.
—¡Eh, oye! —alguien llamó la atención de Ayame; la chica de ojos de fuego—. Creo que toda la compañía te debe un agradecimiento. Sin ti, este espectáculo habría sido desastroso... Más o menos como todos los anteriores —admitó de mala gana.
La joven debía tener unos cuantos años más que Ayame —por su aspecto rondaba la veintena—, era de figura atlética, piel mulata y cabello corto. Vestía con sencillez unos pantalones bombachos de color arena, una camiseta lila que no le llegaba hasta el ombligo y sobre ésta una chaqueta sin mangas de color marrón plagada de bolsillos.
—Ryuka —se presentó, y luego añadió con una sonrisa exultante—. ¿Cómo te llamas, kunoichi-san?