1/04/2019, 16:05
Los ojos de la muchacha del desierto se encendieron como dos carbones al rojo vivo, de pura ilusión, y una exclamación salió de sus labios al tiempo que alzaba ambos brazos, victoriosa.
—¡Bien! Dame un momento, necesito coger un par de cosas de mi baúl.
Ni corta ni perezosa, Ryuka se fue al carromato de la compañía y desapareció tras una pequeña puerta pintada de rojo —como el resto del vehículo— en un lateral del mismo. Ayame tuvo que esperar un par de minutos, pero pasado este tiempo, la mulata salió con varios nuevos artículos que no estaban en su indumentaria original. El primero, una pequeña calabaza que llevaba atada al cinturón. El segundo, una vara bastante larga que tenía los extremos cubiertos por una pelota de tiras de tela empapadas en un líquido amarronado, y el tercero una caja de cerillas.
—¿Preparada? ¡Vas a ver el espectáculo de Sabaku no Ryuka, la Tragafuego del Desierto!
La muchacha tomó su calabaza, le quitó el corcho que hacía las veces de tapón con los dientes, y se la empinó como un borracho a su fiel botella. Hinchando los carrillos a más no poder, Ryuka volvió a colgarse la calabaza del cinto y prendió un fósforo de su cajita, arrimándolo a ambos extremos de la vara para prenderlos. Entonces alzó uno de ellos frente a sus labios, a un palmo de éstos, y sopló...
Una preciosa ráfaga de fuego anaranjado como sus ojos salió de la llama conforme el líquido inflamable era expelido hacia la misma, haciendo ignición. La tragafuego empezó entonces a danzar de una forma muy peculiar, alternando sus bocanadas de llamas con piruetas, pasos rápidos y floridas reverencias en una coreografía que parecía muy bien ensayada. De vez en cuando giraba la cabeza rápidamente, formando precarias figuras de fuego al expulsar el líquido de su boca.
Mientras éste espectáculo se sucedía, Ayame podría advertir un curioso detalle; el muchacho con pintas de pordiosero que había estado vendiendo figuritas de madera en la plaza, antes del espectáculo, se había acercado a ellos sin duda atraído por el curioso número de Ryuka. Sin embargo, como quien no quiere la cosa, el chico acabó por aproximarse al montón de bártulos de la compañía que yacía apilado junto al carromato. Cuando sus ojos captaron la caja de caudales de los itinerantes, deslizó unas manos rápidas como serpientes hasta los lindes del tesoro y lo tomó para sí, sin detenerse mucho para comprobar si alguien le estaba viendo.
Luego, dio media vuelta y echó a andar a paso rápido, buscando fundirse de nuevo entre el gentío.
—¡Bien! Dame un momento, necesito coger un par de cosas de mi baúl.
Ni corta ni perezosa, Ryuka se fue al carromato de la compañía y desapareció tras una pequeña puerta pintada de rojo —como el resto del vehículo— en un lateral del mismo. Ayame tuvo que esperar un par de minutos, pero pasado este tiempo, la mulata salió con varios nuevos artículos que no estaban en su indumentaria original. El primero, una pequeña calabaza que llevaba atada al cinturón. El segundo, una vara bastante larga que tenía los extremos cubiertos por una pelota de tiras de tela empapadas en un líquido amarronado, y el tercero una caja de cerillas.
—¿Preparada? ¡Vas a ver el espectáculo de Sabaku no Ryuka, la Tragafuego del Desierto!
La muchacha tomó su calabaza, le quitó el corcho que hacía las veces de tapón con los dientes, y se la empinó como un borracho a su fiel botella. Hinchando los carrillos a más no poder, Ryuka volvió a colgarse la calabaza del cinto y prendió un fósforo de su cajita, arrimándolo a ambos extremos de la vara para prenderlos. Entonces alzó uno de ellos frente a sus labios, a un palmo de éstos, y sopló...
Una preciosa ráfaga de fuego anaranjado como sus ojos salió de la llama conforme el líquido inflamable era expelido hacia la misma, haciendo ignición. La tragafuego empezó entonces a danzar de una forma muy peculiar, alternando sus bocanadas de llamas con piruetas, pasos rápidos y floridas reverencias en una coreografía que parecía muy bien ensayada. De vez en cuando giraba la cabeza rápidamente, formando precarias figuras de fuego al expulsar el líquido de su boca.
Mientras éste espectáculo se sucedía, Ayame podría advertir un curioso detalle; el muchacho con pintas de pordiosero que había estado vendiendo figuritas de madera en la plaza, antes del espectáculo, se había acercado a ellos sin duda atraído por el curioso número de Ryuka. Sin embargo, como quien no quiere la cosa, el chico acabó por aproximarse al montón de bártulos de la compañía que yacía apilado junto al carromato. Cuando sus ojos captaron la caja de caudales de los itinerantes, deslizó unas manos rápidas como serpientes hasta los lindes del tesoro y lo tomó para sí, sin detenerse mucho para comprobar si alguien le estaba viendo.
Luego, dio media vuelta y echó a andar a paso rápido, buscando fundirse de nuevo entre el gentío.